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En la vida lo importante son los principios. Por eso, cuando el croupier se llevó las dos últimas fichas de quinientos y decidí matar a mi socio, sabía que probablemente estaba violando ese primer mandamiento. Ya bastante tenía con lo perdido por culpa de ese incapaz y asesinarlo me traería complicaciones adicionales. Pero tampoco podía dejarlo así. Que alguien me haga perder dinero y que viva para contárselo a sus nietos no le haría ningún bien a mi prestigio profesional. Si bien moralmente detesto la violencia, quienes me conocen saben que jamás permito que la moral me impida hacer lo correcto...
Por lo tanto me tomé de un trago el resto del acquavit que sobrevivía en mi pequeño vaso, miré a mi socio ubicado al otro lado del paño verde, le sonreí cálidamente y le hice un gesto tranquilizador. Mentalmente, estimé en no mas de treinta kilos el peso de la piedra que debería atarle a los tobillos para que nunca más su sonrisa estúpida y sus ojos vacunos emergieran desde el fondo hasta la superficie tersa del Mediterráneo.
El otoño es suave en el sur de España. El alcohol de sus bares no. Y por lo visto, octubre no es el mejor mes para estafar a sus casinos. Allí y en gran parte de Europa se me conoce por ser un hombre de negocios con un variado campo de actividades y un personal sentido del honor. Probablemente sean mi sangre nórdica y mi espíritu librepensador los causantes de mi, por llamarla de algún modo, amplitud ética. Sin embargo y a pesar de esa herencia vikinga, adoro los climas cálidos: Europa de mayo a octubre. Sudamérica de noviembre a abril.
Por eso, ese septiembre me encontró en Puerto Banús, la exclusiva y pequeña ciudad de pecados lujosos ubicada unos minutos al sur de Marbella. Me hallaba tomando algo de sol en la terraza del piso que estaba rentando y masticando una de mi manzanas verdes, cuando la cara del portero en el visor me avisó que había llegado mi visitante. Como acostumbro tomar el sol como dios me trajo al mundo, tomé al pasar una colcha de la tumbona vecina y anudándomela alrededor de la cintura pulsé el intercomunicador para avisar al cancerbero que hiciera pasar al hombre.
Segundos después el visitante estaba parado frente a mi en medio del living. El tipo, un tunecino de alrededor de treinta años, me había sido recomendado por un amigo en común. Alto, delgado, con la piel y el cabello algo aceitosos para mi gusto, el joven que acabaría siendo mi socio y mi desgracia vestía bien, olía demasiado bien y tenía modales de obispo. Según los comentarios era menos inteligente de lo que aparentaba y poseía la imaginación de un frasco de jalea, pero me aseguraron que no le faltaban cojones ni buenos contactos en ciertos círculos del juego en la Costa del Sol española.
Mientras tomábamos un té helado frente al ventanal que apunta al club náutico me explicó cual era el negocio que lo había traído a mi: Aparentemente, y estando detenidos en un precinto policial por embriaguez, se habían conocido mi tunecino y un ex croupier del casino de Marbella. Ayudado por los vapores del alcohol el tipo había soltado la lengua y le había relatado a mi socio que existía en formación un pequeño grupo de croupiers infieles que sabían como y estaban decididos a hacer saltar la banca. Pero como amateurs que eran en estas cuestiones, necesitaban alguien que, además de aportar el capital inicial para hacerse pasar por un perdedor de grandes sumas durante algunos días sin despertar sospechas, conociera los mecanismos y contactos para hacer desaparecer dinero y hombres de un determinado lugar para hacerlos reaparecer en otro, blancos, limpios y libres. Sin ánimo de parecer soberbio, esto era coser y cantar para un hombre con mis talentos y conexiones.
Una vez que el tunecino terminó de exponer el negocio, y mientras me entretenía observando a través de la ventana un grupo de jubiladas abordando un pequeño gomón con forma de salchicha anaranjada, supe que el asunto del casino me interesaba. Reconozco que tuve un presentimiento nauseabundo, de esos que acostumbro ignorar y que invariablemente me traen fuertes jaquecas. Pero como ya dije, soy un hombre de empresa y casi cualquier promesa razonable de ganancia fácil y rápida opera en mi cerebro como el olor de una hembra en celo: funciono a puro instinto.
Luego de hacerle padecer a mi nuevo socio una de esas pausas dramáticas y teatrales que me gusta hacer antes de comunicar una determinación que ya tengo tomada, me incorporé del asiento, tomé otra manzana de la fuente de cristal y con un gesto mínimo le indiqué al muchacho el camino de salida. Frente al umbral de la puerta y cuando ya pálido por la frustración y humillado por mi frialdad me tendió una mano desganada a modo de despedida, le dije: -Cuente conmigo y permanezca en contacto- Sus ojos de vaca enamorada tuvieron un destello de júbilo, apretó con fuerza mi mano tendida y antes de que comenzara un entusiasta y latoso discurso de agradecimiento le apoyé mi manota en su hombro y lo giré levemente como para que quedara de frente al pasillo de salida. El tipo comprendió el valor del silencio y mientras se alejaba a grandes zancadas por el pasillo me pareció adivinarle una sonrisa de triunfo a través de su nuca.
Los días que siguieron fueron febriles y cortos, tal y como a mi me gusta. Hubo detalles que solucionar, reuniones que mantener, noches enteras jugando y perdiendo pequeñas fortunas en las mesas especiales hasta transformarme en una especie de celebridad para la gente del casino. No pienso aburrir con detalles del fiasco ya que el solo recordarlos me avergüenza. Solo diré que en verdad los croupiers eran infieles, pero no al casino precisamente. Con el tiempo me ocuparé de ellos, uno por uno. Ahora tengo algo más urgente que hacer. Mi querido tunecino está despidiéndose de una de las chicas con las que trabó amistad en el casino mientras alardeaba con mi dinero. Espectáculo verdaderamente enternecedor. Lo he invitado a dar un paseo en mi lancha deportiva so pretexto de tomar un daikiri en alta mar mientras analizamos como recuperar lo perdido con alguna excursión a los casinos de la costa azul francesa antes de que termine el otoño. Espero que el tortolito de cabello grasoso demore la despedida de su chica lo suficiente para darme tiempo a cargar en el baul del auto un hermoso bloque de cemento de aproximadamente 30 kilos que me pareció haber visto en el estacionamiento. Porque, como decía, en la vida lo mas importante son los pincipios.
M.R. Gorenstein

Texto agregado el 29-05-2006, y leído por 115 visitantes. (0 votos)


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