Descubrió que girando sobre sus pies en un círculo perfecto, encontraba charcos congelados sobre la hierba cubierta. Los contó. Esa misma cantidad de veces él había jurado venir a buscarla. Nunca había llegado. Se lo impedían los visados, los pasaportes, las fronteras y embajadas llenas de funcionarios desdeñosos de historias de amor como aquella. Siguió girando y el vuelo del traje de novia, blanco y de encajes, jugueteó con la fría brisa. Corrió por encima del puente y se quitó el velo. Cerró los ojos e imaginó su tacto, su roce en las pestañas. Plantar al novio, eso haría. No casarse finalmente. Fugarse con él, con el otro, con el de más años. Y vivir a su lado en un país extraño hasta que la muerte los separase. Esos votos tenían más sentido ahora que antes.
Debajo del puente, el Potomac abría las fauces con las orillas llenas de nieve. La corriente le susurraba a la muchacha que siempre aparecen luceros rosados en el cielo, y que reclamaban como suyo aquel cuerpo pintado de agave azul. El río quiso tragarla, y ella no se resistió. El afluente seminal y viscoso le pareció incitante, provocativo. El novio y su familia no les dejarían ser felices en ninguna parte del mundo, por más que se escondieran. A final de cuentas, hundirse era mejor que vivir con su ausencia, que vivir sobreviviéndolo, porque sabía, y bien que lo sabía, que su historia de amor duraría muy poco y jamás nadie habría de contarla.
Se lanzó a las aguas.
En el otro país, antes de que un puñal se hundiera sobre un quebrado corazón de hombre viejo, apareció una imagen sobre la superficie de un lago olvidado en el valle. Él logró verla desde la ventana, previo a extinguir su vida. Dejó caer el puñal con la esperanza resucitada. Una mujer vestida de blanco y sin velo emergía de la platea celeste. La figura comenzó a girar sobre sus pies, en un círculo perfecto y cristalino.
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