Recuerdo todo en aquel bar. Las mil conversaciones marcando el ritmo, el camarero como ausente y mudo detrás de la barra, seres sin rostro con facciones de humo, y tú sentado solo, tomando una copa. Tenías esa mirada desafiante y fría de los tipos como tú, tipos que nunca cuentan lo que piensan, pero que cuentan más de lo que nadie es capaz de comprender. Eras la isla en un mar de cuerpos, con el cigarro en la diestra y oculta la siniestra, entretenida en esa máscara de barba tras la que siempre te ocultabas.
Pensé muchas veces acercarme a ti, cruzar la frontera de lo desconocido y poner a prueba mis miedos, pero observarte en la distancia era suficiente, alimentaba mi imaginación de tal manera, que temía tensar demasiado las cuerdas y acabar quebrando ese halo de misterio que tan adictivo te hacía…
Fui cada noche al bar a buscarte, a mirarte, a estudiar cada línea de tu perfil. Me situaba en distintos lugares para observarte desde todos los ángulos… Llegué a grabar en mi mente cada movimiento de tus manos, esa sutil melancolía en tus párpados parando el mundo cada vez que cerrabas los ojos, como haciendo una pausa en tu delirar para recomenzarlo todo de nuevo… El humo salía de tus labios lento, seguro, sabio… y el humo eras tú mismo deshaciéndote en cada calada, dándote a todos y a nadie. Tomabas la copa aplicando en cada trago todo un ritual y una filosofía que convertían aquel gesto en protagonista instantáneo de la escena. Sí, lo aprendí todo de ti…
Una noche me retrasé. Suspicacias del destino me detuvieron en otras sombras que me impidieron llegar a tiempo. Entonces, esa noche no te ví, y supe, de repente, que un abismo había marcado el final del camino, que todo había terminado. Lo supe de repente, en ese eterno instante en que, al cerrar la puerta del bar tras de mí, te acercaste con el sigilo de la pantera y tus labios pronunciaron mi nombre…
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