Yo tenía una frutería. La había heredado de mi padre quien la había trabajado durante toda su vida. El comercio no era grande, pero tampoco pequeño y, debo reconocerlo, aunque de la fruta y la verdura papá obtuvo los medios para nuestra educación, nuestra buena alimentación, vestimenta y todos los sustentos para que en casa no faltara nada, al menos de lo primordial, a mí no me gustaba mucho en sí mismo. Quería estudiar algo distinto, pues el olor de la fruta ya me tenía cansado y el hastío me había abrazado.
Papá y Mamá eran un matrimonio muy unido y chapado a la antigua. Mamá no se separaba de Papá un ratito. Se levantaban muy temprano, creo que a eso de las cinco de la mañana, y procedían muy meticulosamente. Mientras Mamá preparaba el mate, Papá se afeitaba, y de esa forma coordinaban todos los momentos cosa de abrir la frutería a las seis en punto. Al mediodía cerraban a las doce; Mamá cocinaba y a las dos de la tarde de nuevo al comercio, hasta las diez de la noche. No tenían domingo ni feriado. Todos los días transcurrían igual.
Cuando yo cumplí catorce años, el viejo me comenzó a instruir en el negocio. Yo aprendí a hablar con los chacareros que nos vendían las frutas y verduras, y con los proveedores que venían de Montevideo a vendernos. También aprendí el sabor de las legendarias “libretitas” (a veces era dulce y a veces bastante amargo), trataba con el público y aquella querella que alguna vez me atreví a pensar de hacer algo distinto, quedó en la nada.
Debo decir que mi casa era grande y antigua, y ahí vivíamos Papá, Mamá, mi hermana menor y yo. Nos sobraba lugar y adorábamos la casa. Papá nos contagió aquello de “su lugar sagrado” y así la sentíamos nosotros.
Papá murió cuando yo tenía 17 años. La congoja de mi madre, el luto de mi hermana y la necesidad de convertirme por tradición en el hombre de la casa, hicieron que asumiera la titularidad de la frutería. Y comenzó una vida nueva para mí.
Me levantaba igual que papá. Mamá me aprontaba el mate mientras yo –Mamá me decía que era hora de comenzar- me afeitaba. Y el viejo se reencarnó en mi. Nada cambié. Seguí su misma política y me manejaba con los mismos chacareros y proveedores.
Casi no tenía tiempo de estar en casa, pero el poco tiempo que estaba, lo aprovechaba para escuchar alguna obra de Gardel junto con mamá e Isabel (así se llamaba mi hermana), y a comentar y escuchar anécdotas de papá contadas con nostalgia por los labios de Mamá, y bueno… alguna vez en la noche veía cómo le enseñaba a Isabel algún punto de tejido del cual me pedían opinión y aprendí a darla.
Era siempre igual. Cualquier cosa que me sacara de esa rutina que amaba, podría llegar a molestarme, porque adoré esa rutina, porque viví cada segundo en la frutería sin que me importara qué pasaba fuera. ¿Para qué querría saber algo del mundo exterior si me encontraba en la casa de toda mi vida, junto con Mamá y mi hermana y trabajaba al final en lo que a Papá tanto le costó lograr?.
Jamás tuve novia. No podía invadir la paz de mi hogar con alguien ajeno al entorno. Mamá me apoyaba e Isabel también. Eramos muy unidos. Yo prometí no abandonarlas jamás, y ellas siempre agradecieron y prometieron tampoco abandonarme; de esa forma seguiríamos para siempre juntos. La muerte de Papá nos llevó a esa unión de forma que fuera la manera más sabia de enfrentar el dolor y la ausencia del viejo.
Los años fueron pasando, y el pañuelo no salía de la cabeza de Mamá, los vestidos de medio luto tampoco se desprendían del cuerpo de mi hermana, y mi termo y mi mate de mí menos aún.
Con el transcurso de los años, vino una crisis enorme. La gente no tenía disponible dinero para lo más esencial, y los gobernantes necesitaban recaudar, y comenzaron los impuestos.
¡Cómo me enojé cuando me impusieron el impuesto al comercio!. ¡Mire dónde se ha visto que por trabajar tenga que pagar un impuesto!. Era un robo descarado. Los precios subían, cada vez vendías menos y tenías que pagar más. Pero bueno. Zapatazo de por medio hubo que aguantarlo, ¿qué iba a hacer si los habían votado a ellos?.
El tema estaba en ver dónde yo recortaba para poder enfrentar ese impuesto. Y lo que mejor me vino a la mente es prescindir de lo prescindible; y había ciertas frutas que no se vendían tanto pero que papá siempre tenía, porque se enorgullecía que la frutería fuera la más completa del pueblo. Aún teniendo en cuenta la filosofía del viejo, debí dejar de traer paltas y alcachofas, ya que no salían tanto. Con eso pude acomodar más o menos el bolsillo y pagar ese impuesto infame.
Ya había solucionado un problema y mi rutina hermosa volvía a parecerme el edén. Mamá y mi hermana estaban orgullosas de cómo enfrentaba los problemas. Ya era todo un hombre. Y seguramente que sí, porque fue una decisión difícil de tomar, pero que debí imponerla como hombre decidido que soy.
Pero no termina ahí la historia… No. Recién comenzó ahí. Porque éstos atrevidos pusieron impuesto a las bananas. Eran vivos, sabían que era una fruta muy vendida, y hubo que aumentarles el precio, y ya comenzaron a pudrirse en el cajón de manera que tuve que empezar a comprar menos bananas porque vendía menos bananas. En épocas de gloria, tenía cuatro o cinco cajones de bananas llenos y todos los días necesitaba reponer; cuando pasó esto que cuento, me quedó en el fondo de un cajón un cacho como para decir “tengo bananas”.
Les comenté a mamá y a Isabel el tema de las bananas. Opiné que sería muy sabio acomodar la frutería de manera tal que no aparecieran vacíos los cajones, y opté por sustituir el lugar de las bananas, que estaba a la entrada, por las naranjas, que eran más baratas y ocupaban más lugar. Opinaron que estaban de acuerdo. Al fin y al cabo era sólo un cacho de bananas lo que tenía de stock, y que, por consiguiente otra vez había tomado la decisión correcta.
Terminé de solucionar el tema de las bananas y: ¡Paf!. Impuesto a las manzanas. Todos estaban enojados, pero yo, con el apoyo de Mami y de Isabel, y con experiencia en solucionar grandes problemas, lo hice pronto. Había un proveedor que las traía de Argentina más baratas de los que los chacareros me las venderían porque no tendrían impuesto, y dejé de comprarles a los chacareros para llegar a un acuerdo con el proveedor que me permitiese vender. Había manzanas en la frutería. Había solucionado un enorme problema. Mami e Isabel orgullosas, y yo también.
Al otro día de hacer el negocio de las manzanas, los chacareros se enojaron mucho conmigo, como si fuera culpa mía!. Y algunos no querían venderme más. Yo no les hice mucho caso, pero lamento que Aguirre, que era quien tenía la mejor acelga no me quisiera vender. Y bueno-pensé- ¡problema suyo!. Compraba entonces a otro chacarero que, aunque no tenía tan buena acelga, accedía a hacer negocios conmigo. Pero ya no vendía tanta acelga en la frutería, porque a la gente le gustaba la de Aguirre, y bueno… había que solucionar otro problema. Y ahí estaba yo. Siempre de frente y dispuesto a solucionar cualquier problema.
Puse los zapallos, que ocupaban más lugar, donde antes estaban las acelgas, y así disimulé el poco stock que me quedaba de acelga. Les contaba noche a noche a Mami y a mi hermanita lo sucedido, y siempre fui felicitado. Estaba sobreviviendo a la crisis de manera heroica!.
Seguía el ritmo del pueblo su cansino andar, y seguía la crisis abundando en la gente. Ya no se vendía casi nada. Hubieron momentos en los que no tuve dinero disponible para pagarle a los proveedores y pedirles que viniesen al otro día o al otro incluso, pues debía afrontar las necesidades básicas.
En casa eso no se notaba, porque se vivía con muy poca cosa, y la verdura y la fruta las llevaba yo, el gallinero del fondo nos daba huevos y carne de pollo, y no éramos consumidores de otra carne. Tampoco teníamos vicios. Éramos gente muy sana, y de esa forma logré que la crisis no invadiera mi casa.
Llegaron los duraznos importados que se conseguían más baratos que los de los chacareros, y me lucía comentando a Mami y a Isabel los negocios que estaba haciendo.
Cierto día, me invadió la preocupación… miré la frutería y tenía cajones casi vacíos. Una rara tristeza me inundó el alma. Entrecerré los ojos y la recordé en su esplendor, llena de frutas y verduras, y de clientes y vecinos comprando a Papá generoso y amable.
De inmediato levanté los párpados para volver a ver lo mismo; y recordé una cosa: ¡vecinos! …¡He dicho vecinos!.
Salí corriendo a hablar con Mamá. Me había olvidado de que enfrente a la frutería se había mudado una familia muy pobre; tanto, que los niños andaban tocando puertas pidiendo algo de comer a la gente.
Le conté a Mamá y a Isabel. Les dije de los nuevos vecinos y de su indigencia.
Pero se quedaron tranquilas, porque compré un enorme candado y cadenas para asegurar la persiana de la frutería. ¡Mire si me va a robar algún gurisito malcriado de éstos!.
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