Querida hija:

Naciste a los ocho meses porque el doctor le dijo a mamá que estabas sufriendo, pero nosotros sabemos que fue porque estabas ansiosa por cumplir el encargo que Dios te había recomendado: hacernos más felices y que Héctor tuviera una hermanita con quien jugar.
Tu nacimiento prematuro puso en riesgo tu existencia, pues eras como un pececito fuera del agua, pero te aferraste a la vida con valor y ese pececito se fue transformando en una hermosa sirena.
Tu valor y el gusto por la vida se han acrecentado con los años y lo expresas en las travesuras, en el amor incondicional que nos profesas, en el cariño que les tienes a los animales.
A veces tus travesuras nos hacen enojar, pero son parte de tu descubrimiento del mundo, de tu inteligencia plena, de esa iniciativa tan propia de explorar y percibir la realidad.
Del amor, cómo decirlo con palabras, si está en ti brotando como un torrente y como río desbordado inundas de cariño a los que te rodeamos: papá, mamá, Tori, los abuelos; pero también, como San Francisco de Asís, a los animales: gatos, perros, aves, tortugas, para todos tienes palabras de ternura y caricias reconfortantes.
Eres nuestra pequeña salvaje, la que ama el mar pero también montar a caballo, la que mira con asombro el esplendor de la naturaleza, la que juega con bichos y disfruta descalza de una húmeda mañana de primavera.
Eres Valentina, la malhablada, la gritona, la ocurrente, la traviesa.
Eres Valentina, nuestra hija, nuestra vida, la otra mitad del corazón.

Con todo nuestro amor

Papá y mamá