La conocí por casualidad, o Dios la puso en mi camino para robarme el alma, no lo se. La lluvia de esta noche se parece a la de entonces. Hace tantos años de eso, que sólo la lluvia ha refrescado mi memoria. Fue en uno de mis viajes, cuando el viejo y reumático camión que me traía de la Sierra Norte de Puebla, dio un suspiro estentóreo y expiró entre la niebla y la llovizna pertinaz, a la orilla de esa carretera fantasmagórica en medio de la nada.
- ¡Hasta aquí llegamos señores, el próximo camión pasa en seis horas! -dijo el chofer entre las protestas y mentadas de madre de los pasajeros-.
Bajé adormilado aún, me empujó la desbandada de gente, que se precipitó con sus maletas a abordar lo que, en aquel lugar y aquellas horas, pudiera salvarlos de la húmeda tristeza de la sierra.
La lluvia me despertó; nunca la había sentido tan fría. Con sorpresa, descubrí que estaba solo junto al cadáver del camión y experimenté la angustia que provoca enfrentar la soledad de la muerte. La carretera, al igual que yo, guardaba un reverencial silencio. Sólo la lluvia rezaba en voz baja.
No se cuanto tiempo me quedé parado a la orilla del camino con el espanto en las pupilas, los árboles me observaban con sus mojados ojos oscuros. Tiritando en la penumbra, desesperado, estuve a punto de sentarme a llorar. Me dio pena, a pesar de estar solo, me dio pena. Recordé que veinte kilómetros atrás habíamos cruzado por un caserío pobre, desamparado, pero algo tendría para cobijar mis angustias y esperar que pasara el siguiente camión. Comencé a caminar entre los charcos, pero de repente unos ojos luminosos se acercaron mirándome fijamente, deslumbrando mi angustia.
- ¿A dónde vas? Yo voy a Veracruz, si te queda, ¡súbete! -dijo una voz dulce que provenía del interior del auto-.
Me subí sin responder, sin desconfiar, sin mirar a mi benefactora. Sólo aventé la maleta en el asiento de atrás y me senté al lado de la conductora.
Permanecimos largo rato callados, observando como los limpiadores borraban las gotas de los cristales. Parecería que el silencio de la noche también se había subido.
- No acostumbro levantar a nadie -dijo ella-, y comenzó a justificar sus palabras con una forzada plática de los asaltos; los aparecidos que pedían aventón a los conductores y luego desaparecían; y los innumerables peligros de las carreteras de la sierra.
Hasta entonces la miré, no llegaba a los veinte años, sus manos un poco maltratadas agarraban con delicadeza el volante. Era blanca, un poco pálida, sus cejas claras resaltaban unos ojos verdes de mirada penetrante pero dulce.
- Me llamo Oryza y tú, ¿cómo te llamas? -me preguntó-, pero yo la escuché apenas a través del eco de mi ropa mojada, a través de la contemplación descarada.
- ¿Cómo te llamas? -volvió a preguntar-.
- Perdón, no te había escuchado. Me llamo Carlos -respondí apenado, bajando mis ojos ante su mirada-.
La lluvia había cesado, pero no el silencio. Me ofreció un cigarro; aspiré largamente el humo intentando calentarme.
Acaricié su mejilla con la mirada, mis ojos recorrieron sus pechos, sus piernas. Tenía bonitas piernas, no se las podía ver, pero se que abajo de ese pantalón de mezclilla sucio, desgastado, había unas piernas de pantorrillas fuertes y muslos carnosos. Lo presentía.
- Viajo seguido por mis estudios -dije animado por el calorcillo reconfortante del cigarro-.
Ella sólo sonrió y su sonrisa atrajo las estrellas, que se pegaban al parabrisas. Nervioso, bajé la ventanilla para tirar la colilla del cigarro y las brasas volaron como luciérnagas. El aire fresco de la madrugada llenó de silencio el auto.
Trató de sintonizar la radio, pero la lluvia parecía haber lavado toda frecuencia del aire; sólo se escuchaban los deprimentes silbidos de la estática y el correr de las rayas blancas bajo la luminosidad de los faros.
No se por qué, en esos precisos momentos me humedeció la melancolía de mi ropa empapada y el asfalto llovido. Me sentí obligado a contarle mi vida, como si eso pudiera disminuir la soledad.
No recuerdo todo lo que le conté, pero comencé a ponerme triste. Ella debió notarlo porque hablando para sí dijo:
- Estoy segura que has visto en el mismo día el mar, las montañas, el desierto; eso es cosa que no toda la gente entiende porque sólo puede tenerlas de un solo golpe en las postales. Pero una que está acostumbrada a andar montones de kilómetros de un solo tirón, tiene ese gusto y la desgracia de poder guardarse en los ojos toda la soledad y los recuerdos que vamos dejando en las carreteras...
Me sentí intimidado, descubierto en mis interminables contemplaciones de pasajero de autobús, observando tras las ventanillas los parajes infinitos a lo largo de los caminos, que, mezclados con mis reflexiones y pensamientos más desolados creía (hasta entonces) que sólo a mí me pertenecían.
Abrí nuevamente la ventanilla para que el aire de la carretera se llevara la tristeza, pero fue inútil. La noche inundaba el ambiente de recuerdos inservibles y ausencias.
Sabía que ella me comprendía y adivinaba mi desencuentro interior: ese sentirme ajeno a mí mismo, esa búsqueda íntima y solitaria que no acaba. Yo lo sabía también desde hace tiempo, pero hasta aquella noche no había querido aceptarlo.
Oryza me miró de reojo:
- Sabes, lo que pasa es muy sencillo... –dijo y dio una última y larga aspiración a su cigarro; lo apagó tirándolo por la ventanilla-.
- ...has perdido el alma en algún lugar de la carretera...
Quise decirle que no, que no tenía perdida mi alma, que con ella la estaba perdiendo. O quizá la estaba recuperando. Quise decirle que la había estado buscando desde hace mucho tiempo, en cada uno de mis viajes, en las innumerables carreteras. Pero ante sus palabras, instintivamente, saqué la cabeza por la ventana para mirar con angustia la colilla que por un momento quedó prendida entre los baches de la cinta asfáltica. Ella no pareció darse cuenta de mi reacción y continuó:
- ...una se va quedando de a poquito en el camino, hasta que ya nada queda adentro. Eso nos pasa a la gente que viajamos demasiado: los chóferes de autobús, los antropólogos; los pasajeros errantes como tú, que ignoran que la vida no se sube a los camiones; y sobre todo, a las vagabundas como yo, que morí en esta carretera, no pude detenerme y en la curva... Mi espíritu se quedó en cada señal, en cada línea del horizonte que nunca alcanzamos, que no terminan...
Me dejó al amanecer a la entrada de Gutiérrez Zamora. Debí quedarme dormido en el trayecto, porque no pude preguntarle muchas cosas que ahora me pregunto, ni pude decirle que era la mujer que siempre había deseado, que la amaba desde el instante mismo en que sus ojos verdes se posaron sobre los míos, que me llevara con ella...
Me quedé en silencio sólo observándola y ella me miró con lágrimas en los ojos antes de que arrancara y se perdiera en la carretera. Yo, yo sabía que con ella se iba mi tranquilidad y en el asiento delantero, mi corazón.
Nunca la he vuelto a ver, ni tampoco he podido encontrar el lugar en que me recogió. Pero, desde esa noche, sé lo que me pasa, el por qué de este vacío dentro de mí: Me he perdido en algún lugar de la ruta y tal vez, sólo ella pueda saber dónde.
Tengo que seguir viajando haber si la encuentro y ya no dejarla ir. Tengo que viajar haber si el campo y las montañas me la devuelven y a cambio se llevan mi tristeza.
La vida se me está yendo en cada mirada, en cada pensamiento o recuerdo que escapa por la ventanilla del autobús y se pierde en el eterno correr de la línea blanca de la carretera.
Voy de viaje; la lluvia de esta noche se parece a la de entonces...
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