Ese día amaneció más adolorido por las reumas y los recuerdos. Durante la noche había soñado que estaba en su pueblo, caminando por la playa acompañado de sus padres. Qué sueño más extraño. Se veía así mismo como un niño de cinco años correteando a las gaviotas que asustadas emprendían el vuelo, a lo lejos, sobre el médano, un anciano lo llamaba con la mano, él sentía deseos de alejarse de ese lugar pero sus padres lo tomaban por los hombros y casi en vilo lo arrastraban ante la presencia del viejo. El anciano era él mismo, pero entonces ya no estaba en la playa sino recostado en un derruido camastro, escuchando los ruidos cotidianos de esa vieja vecindad en el barrio de San Mateo Churubusco. Se levantó con dificultad, molesto por los dolores reumáticos que día con día se le recrudecían. Desayunó lo de siempre, dos piezas de pan y el resto del café preparado la noche anterior. Lentamente, con paso inseguro, se dirigió a su lugar de “trabajo”, la esquina formada por División del Norte e Hidalgo.
La mañana estaba envuelta en una pertinaz lluvia decembrina y ráfagas de viento frío llegaban tan de repente que hacían tiritar su cuerpo. A esa hora había poco tráfico, quizás por la lluvia y el frío o tal vez porque era domingo. Es normal –pensó-, los domingos la gente se levanta tarde y el tráfico comienza a mejorar poco antes del mediodía. Bueno, mejoraba para él que vivía de la caridad de los automovilistas.
Don Chema tenía setenta años de edad, de los cuales los últimos diez los había pasado en la ciudad de México y cinco en esa esquina. Era originario de Tabasco donde había sido coprero hasta que los gases de las petroquímicas de Pemex secaron las palmeras; después pescador, pero una tormenta le arrebató los avíos de pesca, la embarcación, la vida de su hermano y al Memo, su hijo adolescente, para desconsuelo de su esposa Josefina y suyo, que aunque era buen nadador nada pudo hacer para salvar la vida de su hijo. Más tarde entró a laborar a Pemex, donde pasó largos años trabajando en el departamento de exploración, hasta que un reajuste de personal lo dejó fuera de la paraestatal. Aunque le habían dado una buena liquidación, el dinero le duró poco. Su esposa Josefina languideció de tristeza por su hijo muerto y por más que la llevó con distintos especialistas a Villahermosa nunca pudo salir de su estado depresivo. Un año después murió y el resto del dinero que le quedaba fue gastado en el sepelio. A los tres días, con sus pocas pertenencias guardadas en una caja de cartón y con dinero prestado, don Chema se vino a la ciudad de las “oportunidades” (tal como un amigo le había dicho que era la ciudad de México). Después de instalarse en un hotel de mala muerte del centro de la ciudad y vestirse con sus mejores ropas, don Chema comenzó a recorrer las calles en busca de trabajo. En algunos lugares le pedían su curriculum, y don Chema, entre sorprendido y molesto, sólo encogía los hombres y se retiraba de inmediato. En otros, le solicitaban referencias y aunque decía que era de Pailebot, un pueblito de la costa de Tabasco, esto no bastaba y lo corrían del lugar. ¡Que difícil era encontrar trabajo! Mientras el dinero se le acababa. Pensó meterse de policía, pero desechó la idea porque él siempre había sido una persona decente; luego quiso ser cargador, pero al verlo viejo nadie lo quiso contratar. Intentó ganarse la vida de payasito pero únicamente conseguía hacer llorar a los niños; comenzó de tragafuegos pero un sorbo de gasolina lo mandó a la Cruz Roja para una lavativa de estómago, después quiso limpiar parabrisas pero era tan lento que se ponía la luz verde antes de que el conductor le diera propina. Desesperado y un poco avergonzado, comenzó a pedir limosna. Esto también fue difícil, pues nunca faltaba un indigente que por derecho de antigüedad reclamara una acera, esquina o crucero como suyo. Así llegó don Chema hasta División del Norte e Hidalgo y se posesionó del lugar, corriendo a cuanto advenedizo significara una competencia.
Desde entonces don Chema estaba ahí, sin importar que lloviera, hiciera sol o inversión térmica, su esquina era su esquina y había que sacarle provecho, claro que estos cambios de clima le habían provocado su reuma. Mejor, así la gente se conmovía de su andar lerdo y su mísero aspecto, más en este mes, que la gente andaba poseída de un espíritu navideño y trataba de silenciar su conciencia regalando unas monedas.
Pero ese día la “ganancia” estaba floja, los automovilistas que pasaban por ahí ni siquiera lo miraban o lo hacían con disimulo, pocos bajaban el cristal para darle cincuenta centavos, cuando mucho un peso. Para colmo, la lluvia arreciaba y el viento se sentía más frío, sino fuera por la reuma podría abarcar más autos en menos tiempo, pero cómo, si apenas se podía quitar antes de que el semáforo se pusiera en verde. De repente una oleada de autos fue atrapada por el alto, don Chema se metió entre ellos y con voz quejumbrosa empezó a murmurar:
- “Una ayuda, por favor, soy de Tabasco y estoy enfermo, una ayuda, por favor...”
De los carros brotaban brazos con monedas en mano, parecía que todos estaban dispuestos a cooperar. Don Chema, lleno de alegría, se movía de un lado para otro con la rapidez que sus piernas reumáticas le permitían. Sus bolsillos se iban llenando de monedas y una sonrisa se dibujaba en su cara, sin embargo la luz verde del semáforo lo cogió desprevenido a metro y medio de la banqueta y por más esfuerzo que hizo no pudo evitar ser aventado por un microbús. El golpe lo lanzó hacia esa banqueta que trató de alcanzar con tanto empeño; mientras el fatal microbús se daba a la fuga, alguien grito que llamaran a una ambulancia. Los curiosos comenzaron a arremolinarse en torno al cuerpo inerte, pero don Chema era niño otra vez, jugando con sus hermanos en los montes de Pailebot mientras su papá cortaba leña para asar el pejelagarto. Adoraba la carne de pejelagarto y el chirmol de cangrejo, pero también la tortuga icotea en sangre y las empanadas de minilla que cada domingo les preparaba su mamá. Que bien se sentía estar de nuevo en casa, ahora era su querida Josefina la que le servía un refrescante pozol, mientras Memito hacía enojar a su tortuga pochitoque. El aire marino recorría el pueblo haciendo más tolerable el calor; desde el monte, el grito de las peas anunciaba que el sol se despedía. Que extraña sensación de tranquilidad embargaba su cuerpo, ya no sentía los dolores de las reumas, ni tenía frío ni estaba mojado. Afuera de su casa lo esperaban su familia, Josefina, Memito, sus compadres y tantos amigos queridos, todos juntos como en los viejos tiempos. Don Chema no los hizo esperar demasiado y en silencio pero sin prisa caminaron hacia el mar. A lo lejos se escuchaba la sirena de una ambulancia, mientras una caritativa señora cubría con una vieja sabana el cuerpo sin vida del solitario mendigo y un padrenuestro era su último adiós.
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