Durante la noche la ciudad de Caracas es como un bosque, se respira libertad, soledad y peligro. Se teme a los animales feroces, pero también existe la posibilidad del encuentro con seres magníficos. Debido a que la sociedad caraqueña es variopinta hay muy poco parecido entre las personas, pocas veces se siente que son cortadas con la misma tijera, casi nadie lo es. Hay tópicos comunes en la conversa, esos tópicos son enfocados desde ángulos divergentes. El potencial que subyace en estas tierras, en donde el temor es norma pero que no afecta a todos, genera en uno la más sincera ansia por verlo desarrollarse (son como semillas muy variadas). A pesar de que a veces se tiene la impresión de que el miedo nos aplasta, uno sabe en silencio que vale la pena mantenerse en la espera aunque sea veinte años.

A veces uno cree hallarse en un desierto, una ciudad en la que las personas están encerradas en sus casas viendo televisión temerosas de lo de afuera. Otras veces uno se encuentra con personas cuyas mentes están condicionadas por lo que se dice y que pareciera que son incapaces de disfrutar lo que les rodea. También es preciso reconocer que es una ciudad geográficamente dividida, dividida en mundos muy diferentes entre sí. Pero hay algunos sitios en donde la gente se mezcla, entonces a veces se encuentran joyas que da la impresión de que en ningún otro sitio del mundo se puede conseguir: un tipo de un barrio que nos da una lección sobre Dostoyeski o un blanco del Este de la ciudad que haya convivido con chamanes del Amazonas y haya cambiado su visión. Es una ciudad genéticamente cosmopolita, en potencia, y lo único que necesita es un fuerte impulso de voluntad. No para reprimir a unos en beneficio de otros, hasta ahora se ha creído así, sino para que pueda haber una apertura a todos, pero, como ya está expuesto, se necesita un fuerte impulso de voluntad. ¿El sueño? Regresar tranquilamente a pie a casa a las cuatro de la mañana.