A Lord Byron. Por todo lo que me dio y lo que nunca me pidió.

Aquel día no nos encontrábamos demasiado bien, era un día plomizo y ventoso, de esos que no nos gustaban. Aún así decidimos salir a dar un paseo por el campo, recorrimos una gran distancia, a veces rápido, a veces lento, a veces andábamos pero permanecíamos quietos observando aquel mundo en continuo movimiento.
Llegamos cansados, sudando casi, había sido una gran caminata. La ducha nos vino de perlas y se acercaba la hora de la comida. Un bocado para ti, otro para mí; y es que… ¡Qué bien saben las cosas cuando las compartes!, recuerdo cómo buscabas que el siguiente bocado fuera para ti, madre mía, tu estómago no tenía fin.
Siguiendo las costumbres, había que echarse una buena siesta, como mandan los cánones ¿no?. Fuiste el primero en tumbarte, y una vez acomodado me miraste con ojos cálidos y te moviste, haciéndome un hueco, invitándome a compartir contigo ese momento de plena confianza, de situarnos al mismo nivel. Acepté de buen grado. Desprendías un suave calor, y tu piel era suave; apoyé mi cabeza en tu torso y con el dulce vaivén de tu respiración me quedé dormida; fue el mejor “sueñecito” de mi vida.
Cuando abrí los ojos tú ya estabas despierto, mirándome, como disfrutando de mi apacible y serena calma. Desperezándome, te dije:
- No te puedes imaginar lo importante que ha sido para mí este inequívoco signo de confianza.
Pareció que asentías, cerraste los ojos despacio y los volviste abrir, esos ojos que sólo un caballo entregado a su dueño sabe poner, y moviste tus dos orejas en mi dirección... Pensé: ¡Ay! Si hablases.
Ese fue el momento en el que decidimos que nunca nos separaríamos, y así fue, siempre estaré unida a ti, aunque haga tiempo que dejaste este mundo.