Basado en hechos reales.
Crucé la calle y entré en la casa. La muchacha me recibió, como de costumbre, con una mirada entre compasiva y desafiante. Me acompañó a través de un pasillo oscuro, armado por puertas en ambos lados, que formaban una hilera que parecía sólo acabar en el vacío. Los alaridos y bramidos se confundían a lo largo del camino, mientras buscaba la mirada de la muchacha, que avanzaba haciendo caso omiso de mi presencia.
Entró en una habitación. La seguí. Me hizo echar sobre una camilla. Lo que siguió fue aquel menjurje extraño sobre el rostro que me dejaba fuera de mí, dentro de nada. Luego, el agua transparente sobre la mezcla y, finalmente, ella.
La mujer apareció en la puerta. De una repisa cercana, sacó una serie de pinzas metálicas cuyo sonar se hacen estridentes en mis sueños. Lo único que pudieron captar mis ojos entonces, fueron las manos de la mujer y sus silenciosas herramientas actuando sobre mi cara. Mis manos lloraban por mi rostro ocupado: apretaban el colchón con fuerza tal que la marca de mis uñas es marca indeleble.
La tortura se extendió por varios minutos que parecieron horas, que a su vez se tornaron días, meses, tal vez años en otro mundo. La mujer se levantó por fin y advirtió mil muecas de dolor en mi fisonomía magullada.
-Lo siento, chico, pero tenemos que controlar ese acné- dijo la dermatóloga.
Le devolví una mirada rencorosa y abandoné el cuarto. Atravesé el pasadizo en penumbra sin problema, llegando a la recepción. La asistenta me sonrió.
-¿Estuvo bien la mascarilla que te apliqué?
-Hasta dentro de un mes- mascullé. |