Uno
Fue en la procesión de la virgen. Al subir por calle Sotomayor en dirección a la avenida Balmaceda. Esa mañana doña Juana había llegado temprano a la sede del baile con toda su prole. El furgón que la trajo, parecía guanaco de fotografía con el montón de adornos que llevaba colgando. Hubo tantos bailes aquella vez, que el ruido alcanzó a escucharse hasta en Chuquicamata.
Dos
La veterana tenía el privilegio de vestir al pastor; aunque en el último tiempo la Sonia, su sobrina más pequeña, pasaba metida en la sacristía y de vez en cuando cumplía también esos menesteres. Esa mañana, cuando doña Juana entró a la habitación, descubrió al cura mirándose fijo en el espejo. Abajo de sus barbas, sobre la rústica mesita, el lavatorio casi se rebalsaba con el agua turbia por el jabón. Los golpeteos de la navaja sobre el adminículo, sonaban agudos como un cascabel; secos como leves campanazos de caprino. En la radio las noticias de la mañana y las efemérides, distraían su mente.
Cuando estuvo adentro, la mujer apoyó su enorme lomo en la puerta. El piso era de madera y el olor a cera trascendía como un chonchón. En las estanterías los evangelios lucían ordenados y simétricos como si fueran teclas de un piano, apoyados en los extremos por los trofeos del seminario menor. Afuera, el sol convocaba a las lagartijas. Al sentir el gatillo de la cerradura, el cura hizo rebotar la mirada filuda en el espejo, hasta clavarla en los ojos de la mujer. “¡Pásame la toalla!” –le dijo con sequedad-. Ella mientras tanto y con el oído conectado, sacaba a pasear en círculo la mirada, atenta a la presencia de terceros. Todo parecía en orden. El olfato también le dio a entender lo mismo. Tomó la toalla del perchero del antiguo closet, y a paso lento, bamboleándose con mala intención, fue acercándose a él. Al romper la inclinación que aseguraba que el agua no le chorreara en el piso, el hombre de Dios vio por el espejo que detrás suyo doña Juana le dejaba caer el paño con una ternura inconmensurable. Gratinada también de calentura y de ‘malos deseos’. Doña Juana era caliente como ella sola. Al verla así, de inmediato el representante del Altísimo, se puso rígido como una tabla. Siguiendo el juego, hizo un arco con su espalda para sentir los pechos blandos de la Juana que latían henchidos como dos almohadas que irradiaban electricidad en amperes. En complemento desató las manos que por instinto fueron a enterrarse entre sus piernas. La vulva de doña Juana era blanda y había que batallar harto con medias y calzones por su liberación. Siempre estaba húmeda para él, siempre sus pliegues le dieron la bienvenida a la desesperación de sus articulaciones; con anillos y sin anillos.
Tres
Se acababa el turno de los sambos caporales, cuando vieron a la Juana abalanzándose con cara de loca sobre el tórax del cura. La procesión venía de Granaderos y cumplía una trayectoria en ‘U’, antes de entrar otra vez en la bóveda de la iglesia. “¡A esta yegua se le metió el diablo al cuerpo!” –gritó una fulana en el montón. Gritos, llantos y alharacas se siguieron naturalmente. Fue tanto el miedo que se desató aquella vez, que los feligreses que sostenían los coirones de la base del pedestal, salieron corriendo sin importarles el desplome de la imagen. A la virgen se le vieron hasta los calzones cuando fue a parar de bruces al piso. Las velas del pedestal encendieron el velo de la patrona antes que terminara carbonizada en medio de la calle. Por allí partió el desastre. La Juana le clavó las uñas al padrecito, como cincuenta veces en la cara y el pecho. Antes le había mordido donde pudo alcanzar. Varias veces escupió de su boca, sangre. Sólo algunas flautas siguieron sonando. Los gritos y el desorden terminaron por aplacar el sonido de los bombos y los platillos. Ni hablar de las trompetas. Los músicos se quedaron mirando con espanto tanto escándalo.
Luego la veterana agarró de las mechas a su sobrina, y se la trajo arrastrando hasta el paradero de los autobuses. La procesión había llegado abruptamente a su fin de un modo inexorable e irresistible.
Cuatro
Él la desfloró. Un día la tomó por la cintura dándole respuesta categórica a sus insinuaciones de mocosa atrevida. Se le nublaron los ojos cuando la tuvo delante. Don Antonio acostumbraba a desenfocar la vista cuando la envestía a caderazos. Su cara de niña lo turbaba, la perfección de sus carnes, el atrevimiento que envolvía cada meneo de cintura, el olor. Muchas veces despertó de la siesta con Sonia metida entre las tapas. Con la boca repleta de su humanidad. No era Dios el problema, era él. Dios no existe entre dos piernas de losa; entre la miel agridulce de su estación. Tampoco en un enfoque impúdico. Dios existe con la sotana puesta y no usándola de paño para limpiar los efluvios. En esas circunstancias sólo existe el hombre con su cédula de identidad y demonios en los balcones de la conciencia.
Cinco
A doña Juana la fueron a buscar al atardecer entre cinco feligreses. Tuvieron que inmovilizarla con sus propias sábanas. Llevaba meses sin salir de su pieza. Esa tarde la escoltaron camino a la sacristía, con los bailes religiosos de las cuatro poblaciones. Iban los indios apache, los chinos, los sambos, y la diablada de la Villa Ascotán. Los carabineros se vieron obligados a suspender el tránsiro de Avenida Granaderos. La subieron en el colectivo de don Nemesio, el presidente de la asociación de bailes de Calama, de allí la trasladaron a la fuerza donde el obispo. Había autorización del arzobispado de Antofagasta para proceder a su exorcismo. Todo Calama se unió entonces en una liturgia contra el mismísimo diablo. Los niños no se acercaron por el miedo. Misericordioso, el padre Antonio, le habló a todos de su perdón por la desdichada. Ya no tenía cuentas que cargarle a la orate mujer que días atrás se le vino encima con afanes demoniacos.
En el altar de la capilla, la imagen de la virgen pulida ya del hollín y con la cabeza pegada con cinta de embalaje, se impuso majestuosa.
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