Delgada, alta y simpática; así es Analía. El cabello deja en evidencia las blancas venas que lo surcan. Ella es feliz. El sol pinta en sus ojos el momento que vive. Había terminado de leer un extraño pero atrapante libro. Estaba sorprendida por lo que en el se decía…
En su pensamiento jugaba distraída una inocente reflexión: “Dios ha dibujado en el rostro de cada ser humano una sonrisa para ser entregada a sus semejantes. Es nuestro el trabajo de hacer, cada día una copia”.
Mientras recorría el camino hacia su diaria rutina, mentalmente se abrazaba al inquietante pensamiento. Cada día tiene lo suyo, pensó.
Llegó a su trabajo, saludó a sus compañeros de tareas y se dirigió hacia el rincón de sus obligaciones: el laboratorio, lugar de muchas experiencias conocidas.
Sin saberlo ni intuirlo, Analía experimentaría el más grande de los inventos: el amor.
La mañana se vistió de apuro mientras anunciaba la llegada del mediodía. Ella seguía concentrada en su tarea. No percibió que en su interior, un sol se preparaba para amanecer en una nueva historia.
El timbre anunció el fin de la clase. Como es habitual en ella, el orden se puso a su disposición colocando cada cosa en su lugar, mientras la causalidad la preparaba para su mejor experiencia.
Detrás del vidrio, un par de ojos pintados de amor observaban cada movimiento que ella hacía.
Se dio cuenta que alguien la estaba mirando. Levantó la vista y sus ojos, en invisible movimiento, se entrelazaron con los de él. La primera copia perfecta se asomaba en su rostro, la experiencia estaba en marcha.
La portera entró al laberinto de tubos de ensayo y sin comprender lo que pasaba dijo:
_ Analía, teléfono. Lo de siempre…

Sin dejar de mirar a su silenciosa promesa de vida, abrió sus labios para herir, con dos breves palabras, el instante que vivía:
_ Ya voy…

Otra copia perfecta se asomó en su rostro. Era una buena señal. El sol interno empezaba a trepar por un horizonte lleno de promesas.



Héctor Hugo Lattuada.