La mañana prepara un mediodía distinto, único. En el ir y venir de cada día los códigos, intrincados mensajeros, señalan una actitud, un desafío…
La intachable conducta de ella no permitía, socialmente, ningún comentario aunque la luz de la verdad, silenciosa e implacable, susurraba la acción correcta.
Los nervios, mercenarios al servicio de lo impredecible, siembran la duda en la tranquila mañana de agosto.
Había llegado el momento del encuentro, del alimento familiar y el de las encontradas actitudes.
El apuro, socio de las contradicciones, le sugería el error, la caída, la señal…
Salió del almacén, nerviosa y apurada. La apariencia del escaso tiempo era motivo suficiente para justificar su actitud.
En su veloz caminata divisó, de reojo, una cara conocida. Apenas saludó. El pie, distraído de su oficio, calculó erróneamente sus pretensiones y traicionó a toda una anatomía que se desdibujaba, desplomándose por el suelo.
Rápidamente se paró. Juntó los alimentos y siguió camino mientras dos luces, ojos inexpresivos del encuentro, guiñaban la conformidad de un íntimo momento.
La estación de servicio quedó vacía. Las huellas del vehículo quedaron en el piso como una muda prueba de su fiel e invisible actitud, mientras un rostro conocido guarda, en el olvido, lo que la memoria de Martha, ausente de justificación, le recrimina: hacer honor a la verdad.
Héctor Hugo Lattuada.
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