Ahora la soledad las volvía a reunir. Marta rondaba los sesenta años, su hija Adela treinta; desde la habitación los segundos acrecentaban aún más sus dudas del ¿Porqué?...
El timbre amontonó nuevamente a los parientes en la casa, tíos, hermanos, primos, nietos, volvieron a sentir esa congoja que desgarraba sus heridas. Los sillones junto a los cuerpos abarcaron el dolor que flotaba por las salas sin respiro; Adela servía café mientras Marta sutilmente iluminada no cesaba de llorar pegada al féretro. Y otra vez la puerta invitando gente, traspasando la penumbra de la soledad, con los amigos, vecinos, allegados. Las mismas personas que unos días atrás habían manifestado sus condolencias, ahora volvían a hacerlo resignados, atónitos por el infortunio que rondaba a la casa. Marta aguardaba el presagio de sus padres recientemente fallecidos casi a la vez dentro de su mente, como si una frase milagrosa pudiera explicarle todo lo repentino, doloroso y paralelo de esas muertes, Adela sólo observaba, en su tarea de servir café. La gente iba y venía por las habitaciones indagando, llevando el alma de los muertos en todas direcciones. De pronto su rostro quedó paralizado en el portal del patio al ver entrar a los dos cuerpos de la mano, ella con su vestido rosa, él con su traje de domingo gris; se detuvo, tocó su cara perdida de realidad, mientras ambos con los ojos encendidos le dijeron: -Estamos bien Adela no nos lloren, la vida es demasiado corta, sin embargo aún seguiremos juntos...
Sus miradas habían traspasado el infinito de los días, la luz, los astros, la eternidad, para ahuecar
el bosquejo de esa imagen. Entonces ellas entendieron, mientras sus almas comenzaban a expirar en imperceptibles hilos translúcidos.
Ana Cecilia.
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