La razón todavía la desconozco.
Ayer clavé unas tijeras en la garganta de un hombre alto, corpulento, vestido de blanco, sobre el que resaltó la sangre, que comenzó a brotar como sale el agua de una tubería rota.
En mi memoria no he guardado un descuartizamiento, tan de actualidad en las noticias de las 3, sino la sangre en mis manos, en el suelo y por las paredes. Unas gotas escasas, pero suficientes e imborrables que adivinan a primera vista, o eso, al menos, me obsesiona, que allí se ha matado a un hombre.
Además a un hombre inocente. Estoy segura que se trataba de un hombre inocente. Aunque todavía no recuerdo quién era. Pero yo soy culpable. Aunque sin testigos. Eso me procura tiempo para pensar en cuanto me tranquilice.
Pero mi mente sólo es capaz de repetir una y otra vez cómo me abalanzo sobre un hombre mucho más corpulento que yo y le clavo en la garganta el objeto punzante que llevo en mis manos: sintiendo el crujido de sus huesos, tal y como lo oigo cuando troceo un pollo. Y la sangre me salpica en las manos y en la cara.
He pasado la noche limpiando sangre y escondiendo trapos enrojecidos. Sigo limpiándola. Pero mis ojos ya no son capaces de reconocer el rojo.
Ya me siento fugitiva. Mil dudas sobre mi culpabilidad. Me siento incapaz de cargar con la muerte de un hombre sin la condena social, y, al mismo tiempo, de sacrificar mi libertad por la muerte de un hombre al que todavía no recuerdo. No sé si fue mi hermano, o mi amante, un vecino, el panadero o el cartero.
Podría ir a la policía y deshacerme del martillo que golpeaba en mi dignidad humana. Podría... pero ni siquiera recuerdo dónde escondí el cuerpo, si es que lo escondí. O lo enterré o tiré a un río, pero no lo recuerdo.
Puedo callar. Quizá con el tiempo, me perdono, pero me va a ser imposible olvidar el crujido del cuello de aquel hombre cuando le atravesaba el cuello con las tijeras.
Acaban de abrir una puerta. De repente estoy percatando mi entorno. Me encuentro en una habitación con azulejo blanco, techo blanco y, quizás, algunas motas rojas. Estoy tumbada, creo que no puedo moverme. Lo intento. No. No puedo moverme. Se acerca una mujer, me mira a los ojos y dice algo. No la oigo o no la entiendo. Siento un pinchazo en el brazo y un dolor corto pero intenso.
Las gotas de sangre se evaporan. El lecho donde me encuentro flota,y los azulejos se despegan y se suspenden por la habitación. Mi cuerpo se desintegra lentamente. Millones de moléculas pululan por un espacio azul, color del mar. Siento mi alma elevarse y desaparecer hacia el Norte.
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