He visto tantos libros, autores... He leído tanto, tanto que, en verdad, no sé si vale la pena escribir mas, no lo sé. Incluso he leído a uno que se llama como yo, y a otro que escribe mucho mejor que yo, en verdad, no sé si valga la pena continuar este destino que parecía ser el mío, mi destino, el lugar en donde al final de la carrera escuche aplausos, suaves, pero esos sonidos que nutren el alma, pero al ver tantos autores, libros, edad tras edad repitiendo lo mismo, yo no sé... Por eso ahora en que tengo en mis manos otra obra mas me pregunto si vale la pena leerlo, yo no sé.
Mis amigos, hermanos, conocidos me dicen si no estoy enviciado, loco, comprando, leyendo libro tras libro, acumulando rumas de obras de autores que escriben y narran historias diversas que hacen que los demás humanos les admiren, les aplaudan, en verdad puede que este totalmente loco, yo no sé.
Tuve que salir a la calle y respirar el aire húmedo de la noche, sentir que vale la pena vivir en este mundo nocturno en donde todos duermen, todos sueñan, todos esperan el día siguiente, menos yo que ya no tengo adónde ir, pues, he leído tanto que siento que conozco casi todo. Llegué a un lugar y vi a un hombre arreglando su auto, tenía la llanta reventada. ¿Te ayudo?, le pregunté. Me dijo que si. Lo ayudé y cargamos la llanta hasta un grifo que quedaba a unas nueve cuadras. Mientras caminábamos, conversamos acerca de lo que hacíamos en la vida. El me contó que era taxista y que trabajaba por horas, y de noche algunas horas en que la gente sale a la calle hacia una reunión; y él aprovecha esa hora porque cobra el doble. Me dijo además que estaba juntando dinero para comprarse un auto propio pues el que tenía era alquilado... Lo escuché durante esas nueve cuadras y cuando llegamos reparamos la llanta, y luego, retornamos al mismo lugar. En el viaje de vuelta fue extraño pues no me hablaba mucho, me miraba a los ojos preguntándose lo que hacía a esas horas de la noche. Soy escritor, le dije. Sonrió y me dijo que era la primera vez que conocía y hablaba con uno. ¿Cuántos libros has publicado?, preguntó. Ni uno, respondí, no tenía ganas de mentir. Calló el resto del viaje y cuando llegamos, colocamos la llanta y luego se fue sin decirme nada, simplemente se fue como un fantasma. Le miré cómo desaparecía por la noche. Solo, me sentí mejor, sobre todo que, por primera vez, no mentí. Me sentí un poco mejor y cuando ya estaba clareando regresé a mi casa. Entré y fui hacia mi cuarto. Vi los libros y libros tirados por todos lados y tuve ganas de ordenarlos. Lo hice hasta que llegó un nuevo día con sus cosas, sueños, y bulla de toda mi familia. La primera persona que vi fue a mi perra que con su cola y sus patas revoloteaba todos mis libros. Me gustó lo que hacía e hice lo mismo, es decir, comencé a patearlos. Luego, llamé a un amigo librero y le dije que estaba rematando mi colección de libros. Los rematé. Ya solo, sin un solo libro en mi casa, me sentí extraño, como desnudo... Fui hacia la ventana de mi casa y sentí que debía de empezar a trabajar. Me senté sobre mi máquina de escribir y escribí un artículo para el periódico. Lo terminé y lo puse en un sobre, luego, salí al correo y lo eché, no sin antes darle un beso de buena suerte, vaya a se que lo publiquen y me gane unos centavitos... Regresé a mi casa y tuve ganas de dormir, pero mi madre me pidió si podía acompañarla a la Iglesia. La miré, ya tenía como noventa años, estaba cada vez más encogida, y sus ojos eran luminosos, y sentí que debía de acompañarla. Lleva tu libro, me dijo. ¿Libro?, le pregunté. Me miró a los ojos y sacó un libro negro de su cartera, era la Biblia. Nos miramos, el libro y yo, y, de la mano de mi madre fuimos los tres a rezar a la Iglesia... Me sentí mejor, mucho mejor, al menos, era un solo libro...
San isidro, mayo de 2006
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