Hacía un frío seco, desgraciado, maldito. Iba prendido un cigarrillo sin filtro que ya casi quemaba los dedos. La conversación lucía prendida, latiendo entre avalanchas de risas y lagrimones. Caminaron arropados hasta la cabeza, esquivando los desniveles de la calzada. La tierra se les venía encima como un tsunami, pese a los intentos de progresar dando saltos entre las islas que eran los pastelones de hormigón.
- “Este frío lo llevo grabado desde niño. ¿Te acuerdas de las mañanas camino al colegio?, los perros amanecían tiesos.
- “¿¡Y quién no se iba a acordar!? Recuerdo las veces que no encontré por ningún lado los calzoncillos largos. Me entumí del frío. Las manos y la cara se me partían como granadas bien maduras y ardían como quemadura de aceite. Pasaba todo el tiempo hediondo a enjundias extrañas, que eran las únicas que servían para la cicatrización.”
- “El frío de acá es distinto al frío del sur. Aquí el hielo es seco por la altura. Calama ya no es la misma de antes. Me acuerdo del viento que se desataba por las tardes en los peladeros donde ahora está la pulpería. La tierra entonces no dejaba ver, ¿recuerdas? era mejor guardarse hasta el otro día, sino uno terminaba hecho un empolvado. Las calaminas salían volando como gatos después de una encarnizada resistencia. Ahora hay más cemento, ya no es lo mismo. Ni perros hay en las calles, la municipalidad los mató a todos.”
..........
Después de años, los amigos se volvían a reencontrar. Más viejos y gordos, llenos de atados y con menos muelas y dientes. También con la vida picada, y el paladar añejo, hediondo por las cochinadas del cuerpo. La amistad venía difusa, convertida en apenas un puñado de recuerdos de infancia y pubertad. Nada los unía, más que esos recuerdos. Ninguno recordaba los cuchillos que de seguro se lanzaron en su tiempo. Quizás por mujeres, quizás por algún vuelto o pitada de cigarro menos. El correntoso río los había lanzado otra vez a la orilla por ese rato y los arrastraba en un mismo trayecto. Un trayecto pausado, sin miramientos, un trayecto común, proyectado en la cara del otro como un milagro.
-“Dicen que el helicóptero se devuelve mañana mismo. Los pelados de la torre norte escucharon al Olave decir que mañana siguen viaje a Arica. ¿Viste la enorme comitiva que se bajó del bicho? Mi sueño es subirme a uno de ellos para sentir alguna vez el estruendo de sus hélices. Dicen que el pito que te queda en los oídos, no te lo puedes sacar de encima por una semana. A mi me mandaron llamar de la comandancia, ¿a ti también? Lo bueno es que allí te dan buen café para el frío”
- “Sí, me mandaron llamar de allá mismo. Yo igual que tú, me pongo calzoncillos largos para dormir, también polainas y gorro. El vaho del frío es mi cordón umbilical con el exterior de la cama. Claro que también tengo mi guatero al lado. Mi guatero de carne quiero decir. La Yolanda se me cuelga en las noches como una mantita. Y me enreda sus piernas, me mete sus manos, me ahoga con su pelo negro. Harto que me abrigo con mi vieja.”
- “Y la bacinica al lado del catre. Eso no puede faltar. Las veces que me olvidé, terminé congelado a mitad del pasillo entre la pieza y el baño. Una vez se me clavó una vinchuca en el trasero. Me tuvo al borde de todo y en cama por más de dos meses. Otras veces, se me pegó una pulmonía de yerbas y mocos horrendos, que ni te cuento. Extraño la ciudad de antes, sin tantos contratistas que vienen y van sin arraigo.”
……...
Amanecía en Calama y en los cerros del oriente el sol destellaba partido en tres. El viento en ráfagas asolaba en las explanadas del recinto. Apenas se podía ver a algunos cruzar a paso rápido con la cabeza hundida dentro del poncho. En el piso, el agua vuelta escarcha, multiplicaba por mil los rayos de la mañana. Los perros les ladraban a las palomas que despertaban en los pimientos, estirando las alas como holgazanas. Fijando la vista hacia el norte se podían divisar los camiones en fila, flanqueando al imponente helicóptero puma. Como nunca se respiraba un orden clerical en el recinto. Era por la visita de los superiores, de los venidos de Santiago, los mismos que estuvieron la noche anterior jugando brisca y pool en el casino hasta bien entrada la madrugada. Nadie de los que eran de allí, podía acercarse mucho a ellos. Sólo se enteraron de la curadera por los gritos y los cantos de la víspera. Los amigos atravesaron las tres hectáreas de terreno imbuidos en la conversación. Ajenos al entorno y a las circunstancias.
-“En mi cama dormimos todos. Hacemos cadena para aplacar el frío. Me casé y me dio por engendrar hijos, tengo tres. Cuando la helada es mucha, tiramos a los perros a dormir encima de las tapas. Harto guatero caliente, anafe y brasero.”
- “Quién lo iba a decir. Tú lleno de cabros chicos y más encima hogareño, cuando en el liceo no te cansabas de predicar tu perpetua soltería. ¿Te acuerdas cuando llegaste a tener cuatro novias? Quién como usted maestro. Los hijos son lo mejor ¿no crees tú? Yo tengo casa aquí cerca, casi al lado del recinto. Lo único malo son las campañas. A punta de pajas me acuerdo de mi mujer cuando nos toca vivir la vida metidos en esas carpas de mierda. Pero así es esta cosa. ¿Quieres otro cigarro?”
- “Anoche llegaron cuatro buses. Dicen que hasta el intendente venía en uno de ellos.”
- “Si supe. También el Director de la radio Carillón y hasta un pendejo chico del liceo B-8. Dicen que los otros son los colorados de la mina. A mi me mandaron llamar anteayer, nos trajeron en los camiones más amontonados que la fruta. Hace cinco años que vivo en Antofagasta. Allá también trabaja el Segovia ¿te acuerdas? , el orejón que se sentaba en el último pupitre, está más guatón que yo. También he visto al Contreras. A ese sí que le ha ido bien con los jureles, tiene una camioneta que te la encargo” ¿Así que se murió la profesora? ¿No lo sabías? Murió vieja y sola en Tocopilla.
……….
Al llegar al galpón del polvorín, se deshizo la conexión, se esfumó como las cenizas de una servilleta siniestrada. Ambos terminaron cuadrados a discreción delante del teniente que tenía cara de demacrado. Era una cara trasnochada, seca por la impresión. No se demoraron mucho en gritarles la orden. Había que sacar los cuerpos y tirarlos sobre la rampa del camión. Uno sacó el cuerpo tieso del intendente que tenía los ojos de pescado muerto y un tajo que le atravesaba todo el pescuezo. La sangre fue dejando una estela en el cemento. De seguro luego los mandarían a trapear. El otro tuvo que meterle las tripas adentro a uno que parecía un fiambre, moreteado y deshecho. Los demás soldados que permanecían adentro del galpón, no hablaban, no respiraban, no decían nada. Algo les había robado el alma y el hálito.
Al fondo, un montón de cuerpos desgarrados. Dirigentes sindicales, estudiantes y un montón de desconocidos hacían una nata desfigurada sobre la tierra. Los amigos ya no estaban. Ahora eran piezas puestas ahí por el mal azar de los invisibles de la historia. La fugacidad fue la impronta, el vacío y la consternación, el emblema. Ahora ambos eran sólo piezas en el tablero de la ignominia.
Cuando al atardecer las aspas del helicóptero comenzaron con la infernal silbatina, el viento gélido de Calama se amplificó y congeló el rostro de uno de ellos. El otro ya había emprendido el rumbo hacia Arica, metido en los más profundo del camión. Esa tarde, hubo fusilamientos en Topater. Esa tarde los amigos se volvieron a abrir. Una piedra había roto el espejo. Otra vez, durante el amanecer de Calama, abrigaron el frío en el alma.
|