La palada de tierra cayó impasible sobre su cara. Sus ojos se cerraron antes de sentir su tacto sobre la cara pero no así su boca ni su nariz, el paladar no pudo evitar sentir el sabor acre y áspero, las fosas nasales aspiraron el olor húmedo y hortelano trayendo recuerdos de niños enterrando tesoros. Su mente se refugió en aquel fragmento de memoria, volvía a estar de pie sobre la tierra en que estaba siendo sepultado; su mirada estaba medio metro más baja y descendió aún más cuando se puso de rodillas y comenzó a escarbar la tierra con una rama. El palo se rompió y usó sus manos ahora más pequeñas y sin arrugas ni cicatrices; cuando las fuerzas de los infantiles dedos se agotaron paró, tomó la caja de puros, la abrió para comprobar que su contenido era el que tenía que ser (unos cromos, unos soldados de plástico, unas canicas, una foto con su compi del cole de la que secretamente estaba enamorado). Metió la caja en el hoyo y empujando la tierra con las manos la tapó, con las palmas golpeó fuerte para compactar el suelo, sentía la tierra vibrar a cada golpe.
Ahora vibraba sobre su rostro a cada palazo que daban para comprimirla, el aire escaseaba como la vida empezaba a disminuir en su cuerpo. Una lágrima se abrió paso entre los párpados cerrados mojando esa tierra que impasible a cualquier sentimiento lo acogía en su seno para hacerlo suyo y fundirse en uno solo. ¿Qué le importaba a ella que alguien llorase por no haber confesado un amor infantil y secreto?