Como si en todo aquel lapso sólo hubiera un espacio vacío, en blanco.
Pietro Daneri no fue a tomar el desayuno aquella mañana. Tampoco fue a ninguna de las actividades extracurriculares que se realizaban todos los sábados. Era como si hubiera desaparecido del mapa. Como si alguien- ellos- se hubiera deshecho de él. Traté de apartar aquellos negros pensamientos. “Tal vez sólo no pudo levantarse, es todo”, me decía.
Me había perdido toda la última parte de lo sucedido la noche anterior. Como si en todo aquel lapso sólo hubiera un espacio vacío, en blanco. Lo único que recordaba claramente eran los gritos imparables del pobre Daneri.
No apareció en todo el día. Tampoco al siguiente. En vano fue la vigilancia de los miembros cuya identidad conocía, así como las charlas efímeras con Sofía, o aquellas desesperantes con Félix Galdós, que nunca llevaban a ninguna parte.
-Nadie pregunta- sólo respondía.
El tiempo transcurre más lento mientras más esperas que suceda. O tal vez era voluntad de los dioses solamente. Eran tres semanas sin saber nada de Pietro, y necesitaba respuestas. Respuestas que ninguna autoridad del colegio, que nadie, quería darme.
-Déjalo- me dijo una tarde el conserje, el Junco.
-¿Qué?
No contestó nada.
-Lo buscas, ¿verdad?- dijo alguien detrás de mí-. A Daneri.
Era Henry Fonseca, mi compañero de laboratorio. Pero no me explicaba cómo sabía que buscaba a alguien, específicamente, a Pietro Daneri.
-¿Qué sabes tú de eso?
-Muchas cosas.
La impotencia se apoderó de mí. Lo tomé por la camisa y lo arrinconé contra la pared.
-¿Qué sabes? Habla.
-Primero déjame.
-¡No te voy a dejar, maricón, hasta que me digas dónde está!
-No lo sé- parecía no estar mintiendo-. Estaba inconsciente entonces. Sólo sé que se lo llevaron.
-¿Inconsciente dices?- lo solté, lentamente.
-Por el golpe que me dio.
-¿Que te dio quién?
Estaba entendiendo poco, muy poco.
-Pues Pietro Daneri.
Retrocedí.
-La Tierra.
-Cállate. Que nadie te debe escuchar. Ven conmigo.
Dudé por un instante. Pero si en verdad era uno de ellos, tenía que saber algo sobre el paradero de mi amigo.
-Somos doce- comenzó mientras andábamos-. Eso lo debes saber ya. Usamos el poder que tenemos sobre los demás para cosas sencillas: deberes, exámenes. Pero debemos dar algo a cambio.
-¿A quién?
-A quiénes, dirás.
-¿Los dioses?
Me detuve. Los dioses no existían. Eran sólo una metáfora. ¿O era sólo lo que quería creer?
-¿Por qué me estás diciendo todo esto?- pregunté.
-No queremos ser más parte. Estamos cansados.
-¿Estamos?
-La Luna.
-Shi- dije.
Andrea Horna era la chica más popular de todo el internado, y tal vez por el estúpido estereotipo de relacionar la popularidad con poco cerebro, es que jamás traté de incluirla en aquel círculo secreto. Sin embargo, Horna era la Luna (Shi) y fue la única de los tres que podía saber del paradero del que buscábamos.
-Se lo llevó. El mandamás.
-¿Quién?
-El Mar.
-¿Saben quién es?
-No podemos- explicó Fonseca-. De las aguas surgen los dioses, nadie debe saber.
-¡Galdós!
Félix Galdós nunca salía los sábados. Prefería quedarse en el pabellón, absorto en sus pensamientos, y nadie- ningún profesor, ni el rector- le decía nada. Lo encontramos, entonces, precisamente donde queríamos encontrarlo. No obstante, Henry Fonseca no pasó de la puerta.
-¿Qué pasa?- le pregunté.
-Nadie habla con el Sol.
-¿Qué?
Miró fijamente a Félix Galdós.
-Nadie habla con el Sol- repitió. |