…estaba condenado a llevar el peso de un secreto parecido al contenido en la caja de Pandora.
La habitación estaba iluminada por- las pude contar- doce antorchas, ordenadas en un círculo casi perfecto. Los diez enmascarados que habían ingresado al antro, estaban ubicados precisamente detrás de cada fuego.
Cuando me vieron entrar, uno entre todos preguntó, alto para que todos oyeran:
-Santo y seña.
Traté de recordar las palabras que había guardado en mi memoria a fuerza de repetirlas. Primero las murmuré para mí, con temor a equivocarme. Luego de realizar el ejercicio durante medio minuto, casi grité:
-Los árboles hablan sobre un nuevo amanecer, las estatuas murmuran el siguiente despertar-titubeé, pero nadie lo notó-, y tú sigues sin saber quién soy.
-Respuesta incorrecta.
Me quedé helado, inmóvil, incapaz de dar un paso fuera del sitio donde me encontraba. Deseando escapar, huir, dar alaridos sin parar. Me había equivocado, en alguna frase, algún detalle. O tal vez el maldito Pez nos había tendido una trampa. Tal vez todo aquello tan solo fuera una burda trampa, un mal chiste.
-Un chiste- el que hablaba pareció soltar una carcajada detrás de su careta-. ¿Acaso no aceptas uno, compañero?
Fue como si por un instante hubiera sido el titán Atlas, pero en vez de cargar con el Cielo de la Tierra, estaba condenado a llevar el peso de un secreto parecido al contenido en la caja de Pandora.
Me coloqué detrás de uno de las dos antorchas libres, adivinando cuál sería mi sitio. Nunca supe si acerté pero nadie dijo nada, era como si sólo fueran parte las estatuas de las que hablaba la contraseña que me había dado el Pez.
En el lapso que constó desde mi llegada hasta la entrada de Pietro Daneri- detrás de la máscara del miembro faltante de la logia-, no hubo variaciones en mi comportamiento. Me mantuve al margen de todo lo que sucedía a mi alrededor, limitándome a estar, más no a ser. No escuché ningún nombre mortal, sólo aquellos que ya conocía perfectamente, como el mío propio en ese momento: Shiac.
-Los árboles hablan sobre un nuevo amanecer, las estatuas murmuran el siguiente despertar, y tú sigues sin saber quién soy.
Era la voz de Pietro que reconocí al instante, aunque un poco distorsionada por la careta que llevaba puesta.
Entonces, en el justo momento en que Pietro se ubicó en el lugar correspondiente- a mi lado-, todos resolvieron a alzar sus antorchas al cielo. Así lo hice, lo más naturalmente como pude, como podían mis manos. Agitábamos las antorchas en una especie de ritual desconocido y, uno a uno, comenzaron a gritar sus nombres, sus nombres inmortales.
-Jaa- el Agua (no estaba seguro, pero reconocí el timbre de voz de una chica.)
-Pon- la Piedra. Era, sin lugar a dudas, Germán Mala.
-Oog- la Candela, y su nombre destinado al olvido: Diego Rosales.
-Jian- el Sol.
-Ghiis- la Tierra; en realidad, mi estimado Pietro Daneri.
-Shiac- dije, sin titubear, y era el Pez.
-Nii- el Mar.
-Quechcan- el Canto, Sandra Cuadros.
-Faig- el Junco, el portero y conserje de los desgraciados internos, Profirio Flores.
-Shache- el Nido, o Roberto Gálvez.
-Nech- el Río, quien era el ruidoso e imbécil de Lorenzo Alvarado.
-Shi- la Luna, y no quedaba nadie en aquella circunferencia poco imperfecta.
Sin embargo, en el preciso y maldito instante en que la Luna (Shi) habló, la puerta que llevaba al mundo real se abrió, y un acabado y derrotado Andrés Salaverry- verdadero y auténtico Pez- la atravesó. |