Tenia la monumental delicadeza de levantarse todas las mañanas a la hora 6, abrir la puerta donde el amable diariero dejaba el matutino cada día sin faltar a uno siquiera, con el único objetivo de leer las cronológicas, y organizar su itinerario del día en cronía con la caravana fúnebre, que no terminaba su terrorífico paseo, como destino a unos 70 metros de su hogar, sin antes pasar por enfrente de la ventana de su living.
Cada día de su vida recordaba que ese ritual no era adoración al exhibicionismo feretral, sino simple respeto por el método que suele utilizarse para dar su ultimo adiós a un ser querido. Quizás el loco del barrio estuviese enfermo como solían llamarlo los vecinos, pero su eterna pena lo obligaba a no dejar de hacerlo; moscas en las gafas para leer de cerca perturbaban su lectura, pero aun así lograría, como cada mañana, saber la hora exacta en que la parca limusina arribaría.
“A veces los placeres de la vida pueden encontrarse en las mas macabras situaciones…” solía decir a sus vecinos con tal de no tener que dar explicaciones, ni mucho menos contarles su historia, y la promesa que a si mismo se había hecho luego de la repentina muerte de su esposa.
Trabajando casi 19 horas al día en una metalúrgica que agobiaba su vida, pero lo alimentaba, el viejo poca atención podía brindarle a su mujer. Con el tiempo esta enfermó y nada pudo hacerse por su vida. Tal era la falta de atención, que tras enfermar, y recibir suplicas de parte de ella para que pidiera unas horas en el trabajo y así pudiera llevarla al hospital. Una tarde, y con solo dos horas de permiso, el viejo encontró el cuerpo de su amada esposa postrado en mitad del living, pálida estela de los espectros en horas de trabajo.
El lamento, las lagrimas y reproches hacia si mismo recorrieron un largo camino, que ya ni el crepúsculo se atreve a visitar. La tarde de su eterno adiós solo pudo lamentare por su falta de hospitalidad, y jurarle a su ya no presente amada que, por no haber venerado sus días de gloria, respetaría al menos la partida de los que morían, incluso los que no conocía. Detrás del lento andar de la carroza de Hades, el viejo odiaba los caballos de fuego que dirigían a su difunta mujer a su cripta; y seguía odiando y jurándose, mientras las densas lágrimas trazaban arrugas tan profundas que ni el tiempo podrán disimular alguna vez.
La mañana presentaba un hermoso y radiante cielo, índice de buen partir y dulce eternidad para el difunto. Al igual que siempre, el viejo salio de su pequeña cabaña, silla en mano y la nefasta esperanza de poder desear un buen viaje al lamento de la caravana. No representaba para él un placer observar la desdicha ajena, su intención se encontraba en observar los rostros que se escondían detrás de los cristales de lo automóviles, lamentos mudos y susurronas desesperaciones, para acompañar al menos con la mirada y el conocido sufrimiento, a quienes actualmente lo estuvieran padeciendo. Desde el momento en que se acomodaba con la silla en el jardín del frente de su casa, los vecinos comenzaban a sacudir desdeñosas miradas, como saetas contra un hábil guerrero, que bien supiera evadirlas. La ruin trompa ya asomaba y el viejo se preparaba para poner su mejor cara de sentido pésame, y demostrar el respeto que cada mañana, luego de la tragedia, sabia hacer.
La lenta y gigantesca manada de elefantes desfilaba en frente a él, y ya podían verse en su rostro las primeras lagrimas de dolor y compasión que provocaba el recuerdo de su esposa, y el tajante partir de un alma hundía cada día un cuchillo en su corazón, mutilando cada sentimiento de su mente; el llanto de los cuervos convertían el momento en tinieblas ante sus ojos y, aunque cada parte de su cuerpo perdiera por momentos la movilidad, sus lagrimas se atrevían a escupir años de nostalgia, angustia y hermosas reminiscencias que jalaban su alma a los profundos rincones de la tierra para regalar a penas un tanto de su lastimada alma a los que quisieran vivir felices, para los que quisieran morir alegres, para los que realmente la merecían.
El rostro del viejo, junto a su herida cabeza, caían lentamente hasta el momento en que su mentón cavaba profundamente en su pecho, y podía palpar cada vacío que su miserable vida cargaba sobre hombros, como injurias que tanto pesaban sobre ellos, y que tarde o temprano descubrirían llagas y una insoportable joroba, que más aun pesaría, y se sentiría obligado a arrastrarla hasta su muerte.
La efemérides de mi vida aun no esta concluida, el lamento de mis manos aun no ha comenzado a chirriar, y los nuevos muertos tendrán durante muchos años más los máximos respetos y lamentos que este viejo quiere regalarles para su partir. Así culminó la conversación que el viejo había tenido con una nueva vecina que, tras verlo sentado solo en su silla y llorando, con la vista perdida, como un niño, acercócele a preguntarle que es lo que sucedía. Esta joven, y no tanto, nueva vecina tenia un nuevo chisme que nadie en el barrio conocía para comentar, y así hacer una buena presentación de respetable vecina.
El día había sido laborioso para la parca, y el cementerio tendría una muy buena comisión el día de hoy. El viejo había pasado el día entero, lleno de orgullo por su auto encomendada acción, y rebosante de tristeza por el partir de tantas almas. La ultima y próxima caravana daría fin al día del viejo, y tanto quisiera él que también a aquello que lo llevaba cada día a postrarse en el frente de su hogar; futuros sin muertes, días venideros sin lamentos por los amados; y él bien sabia que nadie lo lloraría el día de su partida.
Del otro lado de la calle la nueva vecina miraba con suma contemplación el rostro del viejo empapado por las lágrimas, lamentos que poco le pertenecían, pero que aun así lo arrastraban a una vida de clamores y desdichas personales. Tras culminar la caravana, cruzó la calle para hacerle compañía, pero al estar a solo unos metros de él, pudo descubrir que las lagrimas ya no brotaban de sus ojos, y su rostro se encontraba besando su corazón, con la paz que tantos años lo acompaño.
La caravana fúnebre viajaba lentamente, con unos pocos automóviles en fila, cada uno con sus propios llantos, y nadie con una silla en la acera que llore por ellos. Solo a una cuadra del cementerio, un centenar de personas llorando de pie con los ojos clavados en el primer automóvil de la manada. Entre tantos más, la nueva vecina, con sus ojos inundados de dolor, le regalaba una leve sonrisa al viejo que ahora si podría marchar en paz, y un cuervo posó sus alas sobre el ataúd, y derramó una, o quizás dos lagrimas de humanidad para su eterno descanso. |