Las luces de las calles de la parte norte de la ciudad se me venían a la mente como luciérnagas en la mitad de la noche, originando como producto, una mezcla impresionante de sensaciones y sabores. Como si el color de la noche me diera un gusto amargo y a la vez tuviera un dejo de calma y paz. Algo dentro de mí intentaba salir. Esa imagen tanta veces vista me inducía a reconstruir mi vida por completo. Ese cuadro pintado desde mi departamento en un quinto piso del centro de la ciudad, provocaba en mí una emoción que me agradaba, pero a la vez, me hacía volver a cada uno de los lugares que veía desde este lugar y que había visitado antes.
“¿Cuándo antes?” me cuestionaba. Veía un gran campanario que indicaba que ahí estaba la iglesia que colindaba con el colegio San Benito, bajo cuyos pilares viví los años de infancia junto con mis compañeros., estudiando, leyendo, jugando, fumando, etc. Recuerdo a uno de los sacerdotes que de vez en cuando nos visitaba, el padre Jorge, de origen Alemán-Judío, nos hablaba de todas las clases de temas, aparte de las clásicas historias sobre de la dura lucha de sus padres durante la gran guerra.
Observaba aquella gran torre, que me había servido de alojo durante mi época universitaria, lugar donde aguardaban mis ideales que algún día esperaba que soplaran para el bien de la sociedad. Ese mismo bien con el cura Jorge se llenaba la boca en las clases de Religión, de la cuales lo único quería era que terminaran. Volví la mirada, que se me había extraviado en las estrellas, que poco y nada brillaban, hacia el Campus Oriente de la facultad, parte en que con un gran esfuerzo me había recibido de economista hace ya casi una década.
Me di cuenta de que no era tan joven, que esa edad de oro había pasado, que las mañanas con energía, que los ocasos alegres, que los ideales, que los intentos de mejorar el mundo eran cosa del pasado. “Pensar que hace sólo dos años había cumplido mi sueño de ser un exitoso empresario” me decía, “Tenía toda la vida por delante”. Lo que no sabía, era el abismo que me esperaba en la cuadra siguiente del destino. “Y mi vida cayó”, recordando una serie imágenes en un poderoso haz de luz. De pronto sentí ganas de llorar, sin embargo las lágrimas eran retenidas como si no quisieran gastarse en ese acto, tal cual las abejas a su colmena eran incapaces de salir físicamente.
Así en más, hice una nueva revisión de todo lo que me rodeaba aquella noche, en aquél cuarto, en aquel mirador, sentado en aquel gris sofá. Sólo recuerdos. En ese segundo, mi mirada y mente se fijaron en un lugar, una pequeña plaza que lograba observar, a dos jóvenes que se conocían y luego iban intimándose poco a poco, pero de pronto la desaparición de uno, causó en aquella imagen, un gran dolor en mí. Esta vez, los lloros soltaron sus amarras y cayeron surcando mi sucia cara en una danza cuyos movimientos iban al compás de la música de mi sufrimiento.
Como si fuese un largo día de caminata mi cuerpo cansado empezó a dar señales de su agotamiento. Las piernas me temblaban, al igual que los brazos. Mi cabeza no se podía sostener por sí sola. En ese instante la figura del padre Jorge, del colegio, de la universidad, de aquella plaza, de mis ideales rotos, de mi carrera arruinada, de todo, ¡todo! se volvió confusa. Mi mente era un huracán, todo se mezclaba, se unía y se transformaba. De pronto me vi caminando y luego cayendo en una profunda grieta, una grieta de cinco pisos, que yo miraba desde ahí, desde mi Balcón.
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