Bajo por la escalera del subte en Callao.
A mis espaldas, Febrero todavía no se ha decidido entre la lluvia o el sol para este jueves.
Son las siete de la mañana y el sucio techo de la estación que ahora me alberga, no es muy diferente del cielo que he dejado atrás.
Febrero no es el único indeciso. A pesar del insomnio que le he tributado al problema durante toda la semana, todavía no sé si decirle a Alicia lo que siento.
Mientras desciendo, la taza de café negro que tomé antes de salir, me rebota por las paredes del estómago e insiste con trepar ácidamente por mi garganta.
Llego a la caja de expendio con el rostro contraído. Compro mi boleto en silencio y me dirijo a los molinetes. Ahí espero pacientemente a que la noble anciana que está delante de mí, termine de descifrar el insondable enigma que le impide transponer el umbral.
- Al revés el boleto, señora. Le indica el guarda, cansado de ver las luces rojas.
- ¿Así?
- Así.
- Gracias querido.
CLANK.
- Tiene que sacarlo señora. Ahí está.
Obviamente, el subte ya se fue y hay que esperar el otro.
Aprovecho esto para seguir rumiando la decisión. Me parece que voy a hacer lo que he hecho toda mi vida: dejar que el veredicto del asunto lo dicte un factor externo.
Para hacer algo mas grandilocuente que arrojar una simple moneda (¿cual es la cara en las de un peso?), voy a utilizar la indefinida meteorología que impera hoy. Si al llegar a Plaza Once hay sol, hablo con Alicia, si está lloviendo, ella jamás se enterará de nada.
Más relajado después de esta reflexión, escucho como desde el túnel al que todos miramos, llega el sonido de la formación que se aproxima. La gente y yo comenzamos a movernos. Empieza el juego de ver quién logra ubicarse en el andén de manera tal que una puerta de acceso le quede enfrente.
El subte se detiene.
Por más de medio metro, falla mi apuesta y unas cinco personas ingresan antes que yo. A pesar de eso, mis ágiles y entrenados codos, me permiten agenciarme un asiento (¿Usted se iba a sentar señora? No hubiera tardado tanto con el boleto).
Ya estamos en marcha.
Desde mi lugar, trato de adivinar en la ropa de los que van subiendo, signos del clima exterior. Una estación antes del final de mi recorrido, veo que todos los que suben están bastante mojados. Una pequeña llovizna está impidiéndole a Alicia enterarse de mis sentimientos.
Llegué.
Estoy completamente sosegado.
Realmente, no me animaba a hablar con ella. No sé que hubiera hecho si el arbitraje del azar no hubiera querido deslindarme de tamaña responsabilidad.
Aliviado y contento, transpongo los molinetes.
En el trayecto a la escalera, le compro a un pibe tres chocolates por un peso. Le doy un billete de dos y le regalo el vuelto.
Voy desenvolviendo una tableta, hasta que llego al pie del primer escalón. Las golosinas caen de mi mano cuando levanto la cabeza y veo lo que hay en la cúspide de la salida. Estoy temblando y no me animo a subir a enfrentar este cielo gris veteado de celeste, adonde conspiran las gotas de agua y el sol para coronar con un arco iris el prisma eterno de mi incertidumbre.
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