Nunca habréis visto un duende barbudo semejante al que ahora os narro, este duende que de humano no poco tenía, saltaba sin parar cuando contento estaba pero no siempre se encontraba así porque la pequeña criatura tenía también unos ataques de sueño increíbles, era capaz de estar hablando contigo, por ej. de la enorme seta que había encontrado el día anterior, y, de pronto, caer en un soporífero sueño y comenzar a decir divertidas incoherencias que no hacían sino aumentar las ganas de sus maliciosos amigos de preguntarle indiscreciones ante lo que respondía cosas como –los bomberos son amigos del perro de mi profesora de literatura- o –se juntan el ventrículo de la tos y el de la risa-. Un caso era este duende.
Tenía un terrible vicio y era que adoraba la cerveza bien fría; esto le había granjeado malas miradas entre los duendes antiguos pero a nuestro personaje poco le importaba, con la punta de su nariz rojilla feliz sonreía cuando en sus manos hallarse podía una enorme jarra de cerveza bien fría. No tardó en llegarle a casa el carné de socio Del Club de Amigos de la Cerveza Fría y de los Barriles de Tamaño Extragrande que colocó a modo de trofeo sobre la chimenea de su octogonal casita junto a la foto de su duenda madre.
El duende borrachín adoraba hacer malabares, era algo que le pedía el cuerpo y haciendo equilibrios con cualquier cosa que encontraba, al ritmo de su música favorita, pensaba en cosas tan relevantes como si los mejillones tienen cara, los apodos de las estrellas, el olor de lo que a nada huele o a qué sabe el batido de retruécanos. Definitivamente los mejillones debían tener cara porque si no… ¿cómo iban a hablar entre sí?.
Si algo caracterizaba al pequeño barbudo era una extremada sensibilidad que le salía por cada poro de su piel llenándolo todo, iluminando y contagiando de alegría y duendidad a toda criatura o cosa que a él se acercaba. Ya a nadie extrañaba que los topos se vistieran de lunares para ir a tomar café a su casa o las macetas se ruborizasen, presumidas, cuando el duendecillo les dedicaba algún piropo.
Gustaba de caminar, andaba por superficies planas, escarpadas o rugosas, junto a mares, lagos y riachuelos, entre la maleza o sembrando creatividad por las tierras antes yermas. Llegó a lugares nunca visitados y de entro ellos os puedo asegurar que el que le sobrecogió con diferencia fue la fuente de las cosquillas, allí y no en otro lugar aprendió su técnica. Esta fuente de agua era una fuente inteligente; cuando el duende se acercó a beber de ella, inmediatamente empezó a cosquillearle la boca dando el pequeño de bruces en el suelo debido a un tremendo ataque de risa. En varias ocasiones intentó beber sin mayor éxito: la fuente le cosquilleó los costados, las orejas y el duendecillo se rió sin parar, con la boca abierta y cerrada, de lado, tapándose las orejas o revolcado por el suelo. Desde aquel día y viendo el efecto terapéutico que la risa en él había tenido, nuestro amigo se dedicó a hacer cosquillas a todos y todo así que si alguna vez tenéis un terrible, un enorme ataque de risa no dudéis que es el duende haciendo de las suyas.
(Para el duende barbudo :-)
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