He tenido un día agotador. Ahora, sola en mi habitación me dedico unos minutos a mí misma.
Enchufo el radiocasete y pongo el último disco de LODVG. Empiezan a sonar los primeros acordes de una tímida guitarra, que suena en un tono muy bajito. Luego, aparece la dulce voz de Amaia y esa letra, con la que me siento tan identificada.
Voy entonando la canción al ritmo del sonido que llega a mis oídos.
“Otra noche por delante
y demasiadas por detrás
confesándole a mi almohada
que nadie me ve llorar […]”
Me desperezo. Abro el armario con la intención de buscar algo para cambiarme y ponerme más cómoda. Rebusco entre los montones de ropa, pero nada parece dejarme satisfecha, así que olvido lo que estaba haciendo y siento la música. Muevo mi cuerpo, caminando por toda la habitación, suave, lento.
Cojo uno de los bolígrafos de mi escritorio y lo uso a modo de micrófono para seguir entonando las canciones de mi grupo favorito. La música consigue el efecto deseado: relajarme.
Realizo movimientos circulares… Salto, canto, chillo, bailo… Muevo las caderas.
Termino exhausta encima de la cama, riéndome de mí misma.
Me doy un abrazo. Un gran abrazo a mí misma. Acaricio mis costados sintiendo cada curva…
Cierro los ojos. Sonrío. Siento como mis manos se deslizan por mi tripa, muy suavemente. Tanto que me hace cosquillas. Mis labios no dejan de dibujar esa sonrisa que a veces mueve el mundo. Que, otras, me aparta del dolor. Que da luz a mi mirada.
Me levanto de cuclillas sobre la cama y voy desanudando uno a uno los botones de la blusa que cubría mi pecho. La dejo caer sobre la silla.
Vuelvo a tumbarme. Sin abrir los ojos, sigo acariciando mi abdomen. Siento la palma de mi mano haciendo círculos alrededor de mi ombligo. Baja más abajo, empieza a sentir un poquito más. Se detiene ante el botón que no la deja seguir. Sube en línea recta. Solo un dedo acaricia mi piel. Deja atrás el ombligo y sigue por el suave trazo de bello que se oculta entre mis púdicos senos. Tras otra fina tela de ropa.
Me levanto. Vuelvo a mover mi cuerpo. Para mí. Me fijo en el ínfimo reflejo que me devuelve el frío cristal de la ventana. No aparto la mirada…
Me desabrocho el sujetador que cae al suelo sin apenas producir un murmullo. Guarda un silencio. Se aplaca con la música. Me cubro los senos. Siento esa sensación de bienestar al sentirte cómoda contigo misma.
Solo un par de prendas más.
Desabrocho el último botón. Y el pantalón cae al suelo. Doy un pequeño saltito para dejar de sentirlo sobre mi piel.
Me tumbo en la cama. Arqueo las piernas, subo mis posaderas y siento como la última prenda, la más delicada, desciende por mis muslos deteniéndose ahí donde las sensaciones son más intensas.
Una respiración intensa. Alimento mis pulmones. ¡Libertad!
“Para dejar que alguien nos toque ahí, – me dijo el otro día mi mejor amiga, señalando esa zona que acabo de descubrir - tenemos que dejar que primero nos acaricie aquí - tocando mi corazón.”
Consigo perderme en la deriva de mi propio placer. Adentrándome poco a poco en esas sensaciones más intensas.
Nadie más puedo darme esa sensación.
La palma de mi mano recorre mis pechos. Baja por mi estómago. Siento cada nueva sensación cómo si fuera un descubrimiento. Llega a mis ingles. Y se detiene.
Ahora son mis dedos los que continúan el recorrido.
Arriba…
Abajo…
Despacio…
Suave…
Fuerte…
Mis ojos ocultos a lo que pasa por mi cuerpo sienten más que nunca.
Llego a ese lugar oculto. Lo desvirginan, como cada vez… Como si fuera la primera. Pero ahora ya no sienten miedo, ni vergüenza.
Me evado. Me adentro en mí misma. Olvido todo a mí alrededor. Solo yo, y la música que envuelve el momento.
Tan solo siento…
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