Necesitaba escribir un poema de amor pero le hubiese gustado hacerlo en rima, a la antigua, un soneto en el cual encapsular un contenido que hiciera vibrar el corazón de su amada. En realidad no tenía claro para que encuadrar su obra en algo que a la larga le parecía rígido, estático y acartonado. ¿Como enrielar, por ejemplo “tus ojos que me contemplan a través y más allá, como avizorando el futuro” en una determinada porción que, si bien, estaría bien para la academia, podaría su imaginación con la saña del campesino que siega sus cosechas? Buscó mil formas de acomodar su poema pero era una tarea titánica para él. La frase “Envuelvo mis palabras en un beso para que las descifres en tu corazón” no admitía recortes ni acomodos, era tal y como la planteaba y no como lo exigían las reglas implacables de la métrica. Entonces, se desveló y cuando recuperó el sueño, tuvo pesadillas con los famosos endecasílabos, octosílabos y alejandrinos, soñó que su lenguaje se parcelaba e iba cortando las sílabas a su amaño y en vez de decir: “este amor tan grande que me empequeñece cuando me contemplo al borde de sus misterios” repetía una y otra vez “este amor no puede desbordarse más allá de lo que establecen las reglas sacrosantas que ha jurado respetar”. Entonces se aparecía su amada frunciendo el ceño y le asía fuertemente del brazo para conducirlo al altar, él se dejaba llevar fascinado y cuando el cura le preguntaba si la deseaba como esposa, el balbuceaba un sí que vibraba con los ecos del templo. Entonces el sacerdote movía su cabeza negativamente y le decía con voz solemne que no era posible consumar ese matrimonio porque la palabra sí, en rigor, no era endecasílaba. La frustración era tal que despertaba desolado, con una gran angustia en su pecho.
Al final, logró su propósito. Entonces pensó que, si bien, no era necesario encajonar sus palabras en algo que olía a naftalina, corrió a los brazos de su amada y le largó una sarta de palabras melodiosas, acomodadas en la odiosa métrica, para que ella las procesara en su corazón. Fue un vano intento porque ella, en ese preciso instante, le confesó que ya no lo amaba y que ahora su corazón le pertenecía al más prosaico de todos los personajes, a un prominente abogado que se destacaba por defender sus casos con una oratoria clara y convincente.
Y el hombre se alejó desolado, frustrado y desatando toda su furia contra los sonetos y las rimas asonantes y consonantes que le habían impedido dedicar su tiempo a estudiar Derecho…
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