La luz que le nublaba la vista, se disipó de manera cansada de sus ojos. Las risas que escuchó cuando entró, morían sosegadas una a una. Sin embargo, el desconcierto, que sintió al principio de su viaje, aún lo marginaba hacia la duda.
Manuel miró extrañado a los lados, sin poder encontrar nada que le fuera familiar. Quería sentirse seguro, para acallar las ansias que le estaban revolviendo el estómago.
De pronto, un rostro opaco se dibujó frente a él, mientras sus pupilas luchaban por acostumbrarse al resplandor que lo rodeaba. Todavía no lograba distinguir facciones, pero supo que “él” le sonreía.
La faz, que le había recibido en medio de aquella luz, comprendió el porqué de su angustia y, en repuesta, le dirigió senda carcajada. Manuel jaloneó sus cabellos pensando que, así, aclararía sus ideas y cesaría la risa que le estaba inundando los oídos. Pero la estrategia no surtió efecto.
El rostro luminoso, cada vez más definido, posó una de sus extremidades en el hombro del atribulado recién llegado. Con la risa a flor de labio y las lágrimas derramadas por la escasez de aire, le dijo: "¡Por eso nos reíamos, hijo! Ustedes se creen todo lo que les dicen allá en el infierno…"
En ese instante, Manuel, comprendió que la tierra había sido un invento más de los hombres.
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