Se veía incapaz de determinar cuánto tiempo había pasado desde aquel fatal accidente, ¿cuánto llevaría postrado en esa cama, sin visitas, sin ninguna otra imagen que el pedacito de techo de aquella habitación sórdida y silenciosa? Los días parecían alargarse hasta el infinito, no podía mover su cuello ni sus piernas y la soledad y el aburrimiento diezmaban, cada vez más deprisa, sus fuerzas y ganas de vivir. Pero un día …
- ¿Estás despierto Juan? – le dijo una voz casi infantil al otro extremo de la habitación.
- Sí, pero… ¿quién eres? – le preguntó curioso.
- Daniel, tu nuevo compañero de habitación.
- Me alegrará compartirla contigo. La compañía siempre es agradable. Díme, ¿cuándo te trasladaron?
- Anoche. Estabas dormido. Me contaron tu historia… Lo siento.
- Da igual; hace tiempo que dejé de torturarme por lo que ocurrió. No te preocupes. – contestó con voz queda.
- Está bien, te contaré un poco de mí entonces, me parece lo más justo. En el anterior hospital me llamaban “la voz”, me pusieron el apodo los niños de oncología, siempre iba a sus habitaciones para contarles cuentos, o describirles qué ocurría más allá de la planta en la que se encontraban. Los tenía mucho cariño.
- Me encantaría que conmigo hicieras lo mismo. Soy todo oídos.
- Bien, comenzaré diciéndote que hoy, domingo, hace un día espectacular. El sol que atraviesa la ventana baña mi cara, y aunque las hojas de los árboles del parque se mueven juguetonas, el astro rey muestra su mejor cara. La gente pasea tranquilamente a través de los sinuosos senderos que hay entre los árboles y setos. Una pareja de viejecitos, desde el banco de madera, mira con ojos cándidos a los pequeños que juegan con la arena, parecen recordar la época en la que ellos traían a sus nietos a este mismo parque. Aparece ahora un grupo de jóvenes haciendo footing, van en parejas y parecen concentrados en las respiraciones; el último, que está un poco más fondón que los demás, tiene la cara roja y congestionada, la camiseta empapada y arrastra los pies, me parece que esta noche dormirá muy bien, jejeje. Se acerca hacia aquí un torbellino de hojas, que se han visto atraídas por las susurrantes proposiciones de un viento que las promete volar indefinidamente; las hace realizar imposibles volutas, parecen danzar al ritmo de las notas emitidas por un fantástico cuarteto de cuerda que deleita a los caminantes; todo parece armonioso y alegre. Al fondo aparece un enormísimo dedo de agua, que asciende con fuerza como queriendo rozar el cielo y que, poco a poco, pierde ese deseo y se deja vencer, suicidándose en esa nada del caer y aniquilarse, reuniéndose en el gran lago que se extiende irregular por la pequeña depresión del terreno. A sus orillas, se encuentra un viejo y destartalado carrito de helados, con su toldo blanco y rojo a rayas, ese que tan familiar nos resulta a todos. El señor sirve con primor los colores y sabores más variopintos, se entristece al entregar ese pedacito precario de sí mismo, que es suyo pero que no es su cuerpo, pero que lo aprecia como tal. Las personas que compran este maravilloso manjar miran con ojos muy abiertos, casi desorbitados, la gran bola de su sabor preferido y abren la boca para dejar salir una lengua ansiosa de sabores puros. Como ves, la gente es ajena al resto del mundo que les rodea; esta tarde de domingo ha sido creada y moldeada para agradar a cada uno en su pequeño mundo personal.
Juan cayó en un profundo sueño, reparador…”la voz” le inducía a imaginarse a él mismo caminando por ese agradable parque, compartiendo su felicidad con las demás personas, disfrutando del aire puro y de la libertad de dejarse llevar.
- ¿Qué tal has dormido?
- Bien Juan, gracias. ¿Dispuesto?
- Soy todo oídos.
- Hoy las cosas son diferentes. Es terrible como llueve, ahí fuera es tupido y gris. Las pocas personas que se atreven a caminar bajo la lluvia se refugian bajo sus paraguas, enfundados en gabardinas de tonos tristes, parecen haberse puesto de acuerdo con el día. Caminan autómatas, con prisa, ya no por no mojarse, sino porque el día les exige que lleguen pronto, que no disfruten, que no dejen tiempo a la imaginación. Los árboles del parque lucen un verde pardo, oscuro, como sin vida; permanecen inmóviles viendo pasar el tiempo, esperando a que escampe para poder sacudirse violentamente el agua que tanto les pesa, como un perrillo cuando lo acaban de bañar. El dedo de agua ha muerto, hoy no es el día para proponerse imposibles. Pero…!pero mira!, una pequeña personita ha decidido arrancarnos una sonrisa. Es una niña preciosa, de unos 8 años, va equipada con un chubasquero rojo, a juego con un monísimo gorro y unas catiuscas; las sumerge una y otra vez en los charcos, levantando sin miedo el agua, dotándola de vida; su madre va unos metros por detrás, sonríe, parece disfrutar enormemente a través de su hija que tan bien se lo pasa en este día aciago. Recorren la calle apaciblemente, son la nota alegre y discordante; sin duda, una bonita metáfora de que aunque las cosas no marchen bien siempre puedes mejorarlas con la mejor de tus sonrisas.
Los días pasaban rápido para Juan ahora que “la voz” le hacía compañía. Todos los días se repetía este ritual, con sus qué tal has dormido, sus bien gracias, sus soy todo oídos.
Aquel día fue diferente. Lo primero que oyó fue un ¿Necesitas algo Juan?, no era Daniel, era la enfermera.
- ¿Dónde está Daniel? ¿Lo han trasladado?
- No Juan, murió anoche, plácidamente mientras dormía.
Juan no sabía cómo tomarse aquellas palabras; no, no podía ser una broma pesada. Una lágrima surcó su mejilla, ¿cuánto hacía que no lloraba?. Sobreponiéndose a su tristeza y emitiendo un quejido se dirigió a la enfermera y le dijo:
- ¿Serías tan amable de ponerme al lado de la ventana?
- ¿Ventana? Tu habitación nunca ha tenido ventana
- Pero, pero “la voz” me contaba todos los días lo que veía a través de ella, ¡es imposible que no haya ventana!
- Juan, Daniel no pudo contarte eso, él era ciego.
|