Se vieron y de inmediato, una llamarada de pasión iluminó sus rostros juveniles. Aprendieron a conocerse en sus debilidades y fortalezas, se mimetizaron hasta transfundir parte de sus almas en cada uno de ellos. Se amaron como sólo dos adolescentes pueden amarse, explosivamente, con fuerzas, con ganas, con el alma y con los dientes, era imposible concebir una relación más incendiaria.
Mas, pronto, de tanto conocerse, aprendieron a descifrar los intrincados códigos de sus mentirillas, comenzaron los resquemores, las disputas, las palabrotas y después de tales explosiones de carácter, regresaron una y otra vez a sus locuras amatorias.
Se pelearon a muerte una y mil veces, se batieron en cruentos combates en que ambos terminaban destrozados. Se rehacían por separado, parecía que esta vez si que sus caminos divergirían, pero, entretejiendo los harapos de su relación, se alzaban una vez más para destrozarse a besos.
Fueron tantas las disputas, tantos los rompimientos y en la misma proporción las reconciliaciones, que convinieron en contraer matrimonio para legalizar estos continuos quebrantos. Y ya siendo marido y mujer, se ensañaron en sus enconos, se agraviaron una y otra vez hasta que llegaron los hijos para dirimir tanto objeto de disputa.
Cuando fueron lo suficientemente ancianos para adivinar que el armisticio estaba a pocos pasos y que la muerte por fin caería sobre ellos como bandera de rendición, convinieron en zanjar toda disputa. Pero ya era demasiado tarde y la paz fue un recinto deslavado que carecía de ese incentivo magnifico, creado por el fragor de los insultos. Por lo tanto, se encararon y luego regresaron a sus respectivas trincheras, desde donde arrojaron el fuego graneado que, más tarde, daría lugar a una paz tremolante y nimbada de promesas y susurros. Así los sorprendió la muerte, trenzados en una feroz disputa, arrancándose los cabellos y los ojos.
Los hijos los sepultaron en tumbas vecinas con un solo epitafio para ambos: “No vivieron en paz y de seguro, ahora tampoco descansan con ella”…
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