Era verano.
Ella vivía en una aldea muy solitaria. Su casucha estaba hecha con maderas delgadas, cubiertas de miel para que las abejas pasearan por su casa y Almendra no se sintiera tan sola.
Sus nuevos amigos que tocaban a su puerta pegajosa, eran bastante pequeños. Ella, para mirarlos bien, tenía que agacharse, pero sus piernas de merengue se lo impedían.
Entonces desde arriba les dijo: “coman mis piernas de merengue para quedar a su altura.” Y así fue. Ahora caminaba sólo con sus brazos de dulce, y aunque le costara, le daba igual, sólo quería agradarle a sus amigos.
El problema es que ella ya no alcanzaba nada, ni el té de la mesa ni las galletas, su único alimento. Ella comprometida debía servirles a sus amigos y se desesperó tanto que les dijo: coman mis brazos de dulce, ya que es la hora del té, y sean felices y yo también lo seré. Y así fue. Ahora no tenía piernas ni brazos, pero tenía buenos amigos.
Todos pasaron una tarde muy feliz, conversaron y se rieron.
Ya era de noche y todos tenían mucho frío. Ella ya no podía caminar ni subir a su cama. Las hormigas también tenían frío y ella les dijo: “tápense con mis párpados de chocolate.”
Ella se recostó entonces en el suelo de hielo y se quedó mirando el techo sin poder cerrar los ojos.
Al día siguiente Almendra amaneció con los ojos rojos y las hormigas amigas despertaron y le preguntaron en dónde podían encontrar algo para beber y ella no supo qué responder y les dijo: “beban de mis venas, saquen el jugo que circula en ellas.” Y así fue.
De a poco fue quedándose sin nada; sin brazos, sin piernas, sin parpados. Ya no tenía casi nada de aire en el corazón y su cerebro de pasa ya no funcionaba.
Sus amigos así fueron siendo felices y ella también, sólo le importaba tener amigos.
Ya comenzaba el invierno y ellos debían irse, pero necesitaban un refugio, y ella les regaló su corazón para que pudieran conservar su comida (o sea casi todo el cuerpo de Almendra) y no se ahogaran con la lluvia. Y así fue.
Se despidieron de ella y ella ya no existía.
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