Ella se ofrece una última mirada de femme fatal frente al espejo. Luego se sienta en el banquito laqueado para desanclarse los zapatos rojos de cuero y taco aguja. Al cinto lo engancha en el toallero del bidet; el mismo lugar en donde hace instantes colgó el saquito de terciopelo y botones dorados, y el echarpe de tul.
Con la mano derecha, desliza el cierre del costado de la minifalda que dejará caer dócil sobre las baldosas de granito. Permanece un instante admirando con deseo canino sus aterciopeladas piernas firmes. Entonces desenrolla las medias pantys de red y las guarda con cuidado en la cartera para que no se enganchen; el nylon suele ser muy corredizo.
Se para. Las perlas del collar se extravían en el surco infinito del escote. Desabrocha uno a uno los cinco botones de la blusa roja de seda (un rojo poco menos fuerte que el de los zapatos y el del cinto, pero tan en combinación como el resto del ajuar). Queda expuesto el corpiño negro de encaje, la purpurina salpicada en el pecho, el corsé de ming.
Con una mordida húmeda de labios, imprime en un pañuelo blanco de papel tissue, el anteúltimo vestigio de ese rouge, en esa boca, en esa noche.
Entonces impregna con un líquido verde, un algodón que aprovecha para deshacer el polvo de las mejillas, de la nariz, del mentón. El espejo le devuelve ahora, una cara de pintura corrida y labios pálidos. Luego es el turno de los brillitos de estrella, de los restos del labial, del rimel, del delineador, y todo se reduce apenas a un bollo de papel manchado en el tacho de los desperdicios.
Entre el desprendimiento de las pestañas postizas y la remoción del pegamento que la une a las uñas de plástico, pasa no más tiempo que el que le lleva guardar las pestañas en su cajita marrón claro, casi ocre, y las uñas en otra de color bordeaux.
Unos minutos después, y con la yema de un dedo índice sin uña, desprende la lente de contacto azul de su ojo derecho, desajusta el corsé, se despide del corpiño de tazas noventa y cinco y de los implantes push-up de silicona, guarda la peluca rubia en una bolsa gris, la dentadura postiza en un vaso con formol y así, completamente desnuda, se dispone a abrir la puerta.
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