Resulta extraño caminar por las calles de tu ciudad el día en que comienza el fin del mundo. De madrugada, con el día despuntando, caminaba con Juanjo a mi lado. Acabábamos de bajarnos del taxi, cerca de la gasolinera, a bastantes calles tanto de su vivienda como de la mía. Pero es que no apetecía demasiado regresar a casa, teníamos que caminar un rato. La gasolinera, en contra de su costumbre, estaba cerrada, así que debíamos buscar otro sitio donde comprar tabaco. ¿Tú crees que encontraremos algo abierto a estas horas?, me preguntó Juanjo. Algo habrá, vamos a mirar, le respondí más como expresión de deseo que de certeza.
Muy cerca de la gasolinera oí que alguien me llamaba. Era Ramón, un conocido al que hacía tiempo había perdido la pista. Estaba de pie en la puerta de una casita de planta baja, una de las pocas que aún quedan en nuestra ciudad llena de bloques de pisos y recubierta de cemento y asfalto. La puerta estaba abierta y, tras él, se veía y oía a gente que celebraban una fiesta. En su mano, un vaso de tubo con lo que parecía ser un gin tonic. ¡Hombre, Ramón! ¡Cuánto tiempo! No sabía que habías vuelto de Granada..., Sí, hace unos días, ya sabes, para estar con mis hermanos... Se hizo un pequeño silencio incómodo. En las miradas de los tres se delataba el mismo interrogante: Ha comenzado el fin del mundo, ¿verdad? Con la impaciencia con la que se rasga el celofán de un regalo nuevo, rompí el silencio preguntándole si vivía allí, que yo pensaba que vivía en Badalona, la ciudad de al lado. Ramón admitió que no, que no vivía allí, que paseando paseando se encontró con unos amigos y que se vino aquí, donde están de fiesta, como por toda la ciudad, por todos lados, te encuentras con casas y pisos abiertos, donde la gente entra y bailan, ríen, beben, comen, fuman... Como si se hubiera abolido la propiedad privada, añadió. Y quiso componer una sonrisa cómplice, porque ambos sabíamos de nuestras querencias por las viejas ideas anarquistas, más por puro romanticismo que por creerlas de verdad, pero no le salió bien, la sonrisa digo, no quedó sincera, porque ambos sabíamos que lo que estaba sucediendo no tenía nada de revolucionario, simplemente se acababa el mundo y santas pascuas.
Ramón no tenía tabaco, no fuma él, pero nos indicó que había visto en su paseo varias tiendas abiertas, así que nos despedimos con un ¡Hasta luego! que sí fue sincero, de verdad deseábamos vernos otra vez, Ramón fue siempre muy simpático. Nos encaminamos en dirección contraria, hacia el centro de la ciudad, pasando de nuevo por la gasolinera donde esta vez sí que había gente, uno sirviéndose gasolina y otro coche que estaba estacionado con el maletero abierto, un casi adolescente enseñándole a un amigo su espectacular equipo de música. Eso sí, la música no estaba a todo volumen, como suele ser costumbre entre los aficionados a lo que aquí llaman tunning, que convierten el auto en una discoteca andante, no, la música estaba bajita, como si le diera vergüenza mancillar esa mañana que estaba despertando.
Pocos metros más allá vimos una tienda regentada por pakistaníes, Aquí suelen tener de todo, seguro que tienen tabaco, me dijo Juanjo, y para allá fuimos. A decir verdad no podría decir si el propietario era pakistaní, o hindú, o de Bangla Desh, que en mi ignorancia occidental los confundo a todos, pero sí, tenían tabaco. Y, sí, siempre han sido gentes de mantener abiertas sus tiendas fuera del horario comercial habitual... aunque... era demasiado temprano incluso para ellos. Pocas palabras bastaron para realizar la compra, que el castellano que usan es rudimentario, el justo para realizar la venta, con un trato correcto, eso sí, y siempre realizando las cuentas delante de ti en un trocito de papel, costumbre que se estaba perdiendo por la proliferación de las máquinas registradoras, hecho que me recordó a mi infancia, cuando mi madre me enviaba a la tienda de ultramarinos de la calle, con una lista de las cosas que tenía que comprar y con las que volvía a casa junto a la cuenta, a mano y en un papelito, cuenta que mi madre repasaba, aunque la confianza hacía que muchas veces la dejara encima de la mesa de la cocina, sin mirar. Y lo otro que me llamó la atención del dependiente fue su mirada. Tenía los ojos grandes, profundamente negros, enmarcados de un blanco marfileño veteado de venitas rojas. Ojos que no había dormido y que te miraban sin ver demasiado, porque a buen seguro estarían mirando para adentro, hacia los pensamientos que, como los míos, seguro que estarían dándole vueltas a lo mismo: ¿Cómo sería el fin del mundo?
Ya fumando uno de mis inevitables Camel, caminamos en silencio y despacio durante un trecho. En ese lapso retomé la pregunta: ¿Cómo sería el fin del mundo? ¿Una gran explosión tipo nuclear? ¿Reventaría el planeta? ¿O sobrevivirían unos pocos? Esta perspectiva me animó algo, quizá no muriésemos todos, quizá podría sobrevivir, y, en un mundo en ruinas, volver a empezar. O quizá no. ¿Sufriríamos? ¿O sería instantáneo, sin agonías que valgan? Mientras pensaba en estas cosas, nos encontramos de camino una tienda de colchones abierta. ¿Qué puñetas hacía una tienda así abierta a esas horas? Pero lo entendí rápidamente. El dueño estaba asomado a la puerta, como esperando al próximo cliente. Y su mirada era la misma que la de todos. No era negocio lo que buscaba. Sólo era resistencia. Una resistencia que nace de la perplejidad de lo que parecía inevitable. Se trataba de luchar por la normalidad ante lo más anormal que puede sucedernos. Y, aunque parezca ridículo, me sentí reconfortado. No nos queremos rendir, eso está bien.
Aunque no serviría de nada.
Con el mal gusto de boca que me dejó este último pensamiento, acepté la propuesta de Juanjo de pasar por su casa. Quería recoger no sé qué y tomar un café, que la mañana se despertaba fresca. No hablábamos mucho, quizá normal, tras pasar la noche tomando copas por ahí, en los típicos locales donde siempre íbamos, llenos de gente como es habitual, pero de gente dueñas de miradas ansiosas, como las nuestras. También nosotros resistíamos, nos resistíamos, a pesar de saber que se avecinaba el fin del mundo.
El piso de al lado estaba abierto, de hecho en el bloque varias viviendas se encontraban con las puertas abiertas, algunas vacías, que no desiertas, sino como cuando uno sale a sacar la basura, que se deja la puerta abierta porque sabe que será cuestión de segundos, pero pasaban los segundos y seguía sin haber nadie, y otras llenas de gentes que conversaban, que se mantenían en un estado de prolongación de la fiesta, cuando nadie quiere irse a casa pero el sueño empieza a atacar, las ojeras se marcan, los ojos se enrojecen, brotan las arrugas en el rostro, el cansancio, pero allí seguían, copa en mano, con la música sonando, pero nunca fuerte, para que diera oportunidad a escuchar un timbrazo, el teléfono sonando, o vete a saber qué señal, qué ruido podría ser el que avisara que todo había comenzado. Justo en la puerta de al lado, el piso estaba lleno de gente. Entramos en el de Juanjo y, al momento, la gente comenzó a colarse en el apartamento de mi amigo, a distribuirse por las habitaciones, por el comedor. Miré de reojo a mi amigo esperando ver cómo reaccionaba, pero no pareció importarle. Se quitó el abrigo y se dirigió a la cocina, a por ese café. No me extrañó que no le importara, la invasión era amable, pacífica, la gente simplemente entraba, rebuscaban entre los discos para decidir qué poner, abrían la nevera y el mueble bar, se sentaban unos, de pie otros. Vi caras conocidas que me saludaron y a los que respondí con cierta sonrisa cansada. Mientras Juanjo hablaba con alguien me dirigí a su PC. Nadie había cogido la silla, así que me senté en ella y encendí la computadora. Probé a conectarme a internet y, para mi sorpresa, no tuve ningún problema. Así que decidí entrar quizá por última vez en esta página de cuentos y narrar este amanecer a las y los cuenteros, consciente de que por Sudamérica todavía están esperando a que nazca la mañana, que quizá más de uno se asome por aquí y vea este testimonio, que sepa que no está solo, todos estamos en el mismo barco. Quizá también con la esperanza de que se salve, nos salvemos algunos, y, de alguna manera, quede constancia justo de las horas, o minutos, antes de que comenzara el fin del mundo.
Ojalá nos veamos más tarde.
Voy a por ese café.
© ® Pedro Marín Mármol, 2003
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