El Luminoso
Martín sube el pie en un extremo de la vereda. Su paso es mecánico-tembloroso, mas él, en su interior, está confiado que llegará presto a la punta siguiente.
Vereda y calle comienzan a elevarse, las casas se inclinan sin gravedad. El avance se torna lento y trabajoso.
Martín se detiene a mitad de la cuadra. Entra al primer local abierto, descansa un rato y bebe un último largo trago. A la salida, emprende la caminata con coraje renovado. Su meta es la próxima esquina y cree que llegará aún con fuerza para cruzar la calle y continuar con las siguientes aceras que se empinan.
La nueva casa que viene siempre está con la puerta abierta, llena de diosas que bailan y ríen para los reyes que pasan. Sólo que hablan otro idioma.
Más adelante, un hombre sin cuerpo le acompaña. Martín únicamente le puede ver la cabeza, ésta no tiene cabello, este hombre comparte sus ideas con luces multicolores que brillan en su frente (cuando Martín está solo con él bromea y le llama «Joaco, el luminoso»). Hay días de semireinado en que el amigo de la luz no aparece.
Martín termina su andar con las calles sobre su cabeza, los techos cuelgan sobre el río, el neón brota desde el fondo del suelo y marca senderos, a la altura de sus hombros las raíces luchan por llegar a la humedad, la lluvia no sabe subir, la gente a esa hora duerme.
Este recorrido, que es diario, dura exactamente tres horas. Tres horas duran un año. Martín no sabe cuánto durará el año. Externamente el camino se inicia con luz y termina en penumbras, el proceso interno es inverso y agotador.
Las calles aterrizan.
Al rato, Martín se levanta para buscar al Joaco de hoy.
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