El tipo se encontraba desayunando en un café con vista a otro café. Desde este último, un hombre de unos cincuenta años, con anteojos tornasolados, pelo entrecano y una cicatriz que le surcaba agresivamente un pómulo, no le quitaba los ojos de encima al primero, que también miraba de reojo, y trataba de disimular su nerviosismo leyendo un folleto sobre sexo tántrico.
Media hora después, la escena era la misma. El de la cicatriz se encontraba fijo en una postura pétrea, sin haber tomado ni un sorbo del asqueroso café que tenía sobre la mesa. El otro trataba de no enfrentarlo con la mirada, y pasaba sus ojos alternativamente de una revista sobre pájaros exóticos de Calcuta, a los zapatos charolados de un mozo que zigzageaba alegremente entre las mesas del local.
Pronto llegó la noche.
El hombre mirado, levantaba su octavo pocillo sin que el otro le hubiese quitado un segundo los ojos de la cara.Desde las cinco de la tarde, su café seguía esperando que alguien tuviera el placer de saborearlo, siendo ya el último que quedaba sobre las mesas opacas y desvencijadas de aquel sórdido antro.Jamás, en ninguna ocasión, se atrevió a tocarlo o soplarlo, ni tuvo la gentileza de contemplar la fina porcelana que componía su cuerpo.
El otro, aturdido por aquél observador tan extraño, tenía los ojos hinchados, pesados; de pronto como dos carozos de ciruelas resecos. Sintió que su cerebro pendulaba como un flan en el palo mayor de una fragata; vibrando con la flacidez misma de una silicona entrando a un quirófano, y, lentamente, el cuerpo se le aflojó y le recorrió un frío húmedo por el espinazo. Una servilleta con las siglas "S.O.S" se abolló entre los dedos de una de sus manos.Quebró un poco el cuello, pero no le sirvió para liberar la tensión, ni siquiera el humo afrodisíaco de un décimo café que le dejaban sin haberlo encargado.Los párpados se le cerraron de pronto, y el sueño le ganó a la voluntad de seguir hojeando un libro de cocina.
Unos minutos después, su cuerpo se avalanzaba irresistiblemente sobre un poster del Pato Donald que hacía de mantel sobre la mesita, y ya no movió más un solo músculo. De su boca, resbalando por las comisuras, una baba viscosa y burbujeante reveló su anatomía informe a una realidad demasiado ocupada en su rostro. Sus riñones y sus intestinos relincharon y corcovearon como lo puede hacer un potro en plena doma, y acabó en una sonora e imprevista desgracia que alcanzó las narices de un viejo marxista recostado sobre el mostrador de la pocilga. Todo su cuerpo se acható un poco más sobre el mantel, y su cara se transfiguró en una similar a la de una cucaracha reventada por el taco de un zapato distraído (¿ Quién no ha visto ,alguna vez, esa carita negra y desecha clamando por una lápida digna que recuerde su infortunada existencia?).
El corazón del mirado dejó de latir cuando el vigésimo café llegó a la mesa, y el mozo le advirtió que eran setenta y ocho pesos con veinte centavos, y que la propina ya estaba incluída. Envuelto en un mar de pocillos y vasitos con agua, el mirado ya había pasado a mejor vida. Y en el otro café, un cliente le dice al mirón:-¡ Despertate, ciego, que ya están cerrando el boliche!
Entonces, el tipo se levanta torpemente, toma un bastón con cabeza chata y dorada, deja unas monedas por un café que nunca llegó a conocer su paladar, se sube un poco el cierre de la campera, y tantea la salida, golpeando en las rodillas a los últimos clientes con aquel soporte de madera japonesa.
En la mesa del muerto,bajo una densa y oscura cabellera, el pato Donald se sonríe un poco, y piensa que así de estúpidas nos llegan las fatalidades. |