Alita rota
Se encontraron en la salida del salón de cervezas. Desde allí, los dos colegas caminaron juntos mientras decidían dónde ir. Uno parecía más ansioso que el otro.
Con paso apurado partieron del lugar. Cerca de allí el local de pollos con papas fritas esperaba abierto. Llevaban más de un mes sin verse ya que andaban con turnos cambiados. Por este motivo aquella noche, en las entrañas húmedas del boliche de calle Abaroa, las botellas de vino se sucedieron una tras otra, como ataque de hipo. Lo mismo aconteció con los cigarros, que partieron en cajetilla y que con el transcurrir de la animada conversación, terminaron siendo de los sueltos.
-“¡Te lo re-contra juro compadre, literalmente era una libélula. Sí, de esas que podís encontrar en el río, esas que parecen helicóptero!”
- “¡Te volviste loco weón. El diagnóstico es definitivo: tanta neblina ácida en la fundición te cagó la sesera, y ya córtala, mira que no te creo nada! ¿te sirvo más?” -le llenó el vaso otra vez y le puso el dedo a la espuma para que no chorreara-.
- “¡Es en serio gancho, y más encima caminaba con un ala quebrada, amarrada a duras penas con alambre de cobre. Tenía cuatro, dos en cada lado. Un par arriba y otro abajo. Me cobró con aperitivo y bajativo. La cara le brillaba con tanta crema que le di. El rojo del lápiz labial hacía ver su boca como un pimentón de feria. Hablaba de corrido y su mirada parecía buena. Tenía un olor intenso a talco”
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En el campamento minero lo único disponible para matar las horas son las shoperías. El día en que los dos supervisores se encontraron pidieron un pollo entero para matar el hambre y amortiguar en algo la curadera. Ají y mostaza salieron a la pista. Batir de mandíbulas y eructos también. Uno andaba con el turno de ‘los siete por siete días’. Mitad metido en la faena; un cuarto metido en la cantina y el otro para apenas dormir. El segundo era más aperrado aún: trabaja subcontratado, así que el descanso largo era una concepción extinta.
- “Cuando se sacó los tacones, le siguió el corsé, allí le pude ver la silueta de sus alas. Luego prendí la luz y me cagué de miedo con sus ojos. Se habían transformado en dos bolones negros del porte de un melón. Tenían un brillo de piano lustrado. Así vista, parecía una abeja, claro que con el poto más largo y enrollado hacía adentro. Larguirucha y medio curca. Sus antenas me hicieron cosquillas en el cuello, todo el rato que estuvimos juntos. Yo estaba ebrio de tanto pisco con Coca Cola, así que le dí no más. Fue simpático verla montada encima con su cabecita de membrillo y esas alitas imposibles de plegar. La verdad, es que hasta allí, hizo bien su trabajo, no tengo nada de qué quejarme. Fue súper amorosa y educada. Es más, al verle su alita rota, me puse compasivo y le hice cariño un rato. Cuando me pidió que le susurrara cosas bonitas, lo hice sin chistar. Ni siquiera me sentí ridículo cuando me pidió que le tarareara una canción de Luis Miguel”
- “¡¿Voh, te volviste loco?! –dijo el otro que ya casi no controlaba el balanceo de su cabeza, y sin embargo se mostraba más entusiasmado y atento que nunca-.”
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En las noches del farwest nortino, las libélulas vienen del río Loa a la ciudad, arrastradas por el viento. Se paran por toda la avenida Granaderos con sus carteras de charol y tacones aguja. Les gusta pararse debajo de los postes de la luz porque allí las chucherías que cuelgan de sus cuellos y orejas, relucen como un arco de soldadura. Las lentejuelas del traje y las medias caladas, les dan su qué y esa estampa de señoritas caras, con carné de sanidad al día. Algunas llegan de Salta; otras de Jujuy, casi todas vienen en bus desde Ovalle. Andan juntas para protegerse y se paran en la bajada de Chuquicamata a ver pasar los buses repletos de mineros.
-“Cuando estábamos en el privado le armé el tremendo escándalo eso sí. Tuvieron que venir los pacos a intervenir. Me sentí estafado; pasado a llevar. Me acordé de las tallas en el camarín. ¡Sí weón, cágate de la risa no más, el putamadre no era una libélula, era un papalote. Uno de esos travestis del circo que se paran en la avenida después de la última función. Cuando le vi ‘su cosa’ arrugada y marchita, me bajó una rabia incontenible. Parecía una pasa de uva blanca, arrugada y mustia. Más encima no me quiso devolver la plata que pagué. Allí fue cuando dejé la tremenda cagada, le juro que no me pude contener y me volví mono”.
-“¡Por las re-flautas compadre!, ¿y qué embarrada se mandó?”
-“¡Hay bajezas que no tienen nombre de las cuales no le puedo hablar; pero en síntesis, le quebré la otra ala. Y que agradezca a Dios, que si los guardias no me lo sacan de encima a tiempo, se las quiebro todas y la nariz también!”
- Cao Carvajal
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