Lucía consumía el cigarrillo entre sus labios. El café sobre aquella sucia mesa de la cafetería desprendía un olor que traspasaba el recio humo del tabaco.
Había pasado las dos últimas noches en vela, y ahora el rabioso sueño que no había conseguido conciliar, pugnaba en una sombría batalla contra la cafeína.
Dos noches despierta, observando el mundo a través de la ventana, viendo como la más execrable de las experiencias que podría acontecer, se hacía presente en sus días. Elías, sol y luna, cielo e infierno, había perecido tres días atrás emanando agonías en una vetusta camilla de hospital. El cáncer le venció. Diez años de arduo combate contra una enfermedad que tanto a él como a ella había dejado mellados pero unidos en la más virulenta de las vidas. Diez años en que se convirtió en una anciana a pesar de que su cuerpo no desprendía más de treinta y dos años.
Salió de la cafetería y sus pasos se iban, poco a poco, dirigiendo hacia la madrileña calle, Saavedra Fajardo. Allí la esperaría José, hermano de Elías, más joven y sin embargo dotado de una sabiduría vital que podría rivalizar ante los conocimientos de cualquier lama. Sólo veinte años, hermoso y alto, como su hermano nunca lo fue y dispuesto a una sensibilidad que no había hecho otra cosa que conmover el corazón de Lucía, agujereada ya por el sufrimiento y por una rebelde juventud que le había llevado hasta los más recónditos parajes africanos, desde el día en que se conocieron. Él no tenía rastro alguno de abatimientos en el rostro, no; no conocía la locura del cáncer en carne viva ni esa impotencia de no poder hacer nada empero aún así, en aquellos momentos en que su familia se derrumbaba de dolor, él se debatía entre pilar y almohadón para los suyos y más en concreto para su “hermana”.
Lucía iba ya bajando por Pablo Casals, en búsqueda de un último esfuerzo físico que le permitiese ir más veloz a pesar de que aquella empresa sería totalmente imposible. Sus finas piernas no soportaban el cansancio que se precipitaban sobre ellas y su pensamiento se evadía, insulsa e irónicamente, sobre el tiempo qué acontecía desde la última depilación de sus rubias piernas.
Avanzaba y veía como a su derecha unos pequeños niños jugaban al fútbol entre risas y chillidos, en un asfaltado campo. Un último esfuerzo, pensaba. Al final de la calle, estaría José, que habiendo llegado antes que ella, se situaría frente a la puerta de aquel inmenso bar donde pensaban encontrarse, mirando, posiblemente, ensimismado a alguno bella jovencita que la primavera empezaba a desnudar o quizás observando las diversas revistas del quiosco de al lado.
- Disculpa la tardanza. Me pesan las piernas más de lo que esperaba- dijo Lucía, expulsando un profundo suspiro que rugía entre sus labios-.
- Acababa de llegar. No te preocupes… y además nunca es tarde si lo esperado es bueno- rió con cierto aire de infantilismo, tratando de hacer olvidar a Lucía aquellas penas que le imposibilitaban deshacerse del insomnio-.
- Vamos. No nos demoremos más. En una hora será el entierro y ya deberíamos haber llegado-insistió con una firmeza que en aquellos momentos le sentaba realmente mal-.
- Y tú deberías dormir más. No puedes seguir así…
Lucía le miraba con ese gesto que igualmente da la razón y grita auxilio.
Los dos emprendieron el camino hacia el cementerio. Carabanchel: cárcel, psiquiátrico…cementerio. Allí sería enterrado. En medio de la clase obrera que habitaba aquel barrio. Un paréntesis de la gran ciudad sería su destino final, el sitio idóneo para alguien de su condición ideológica pensaba su hermano y según Elías, lugar donde aprendió en reír entre la multitud y a llorar en soledad.
El autobús que tomaron iba directo para allá. Les dejaría frente al camposanto donde reposarían los restos de Elías.
El final de una etapa se acercaba. Un último adiós.
Mientras, José, junto a la ventanilla del vehículo, divisaba como las calles, los parques y un mundo pasaban frente a sus ojos y Lucía, olvidando durante un instante cuál era su situación, intentaba descifrar los códigos secretos de una mirada que no desprendía arañazo alguno de pena o alegría. No comprendía aquella inexpresión de su joven acompañante.
La llegada al mausoleo significó, a su vez, un retorno al incesante llanto noctámbulo y la visión de los familiares y amigos que se encontraban no hacía que Lucía se tranquilizase por un instante.
El funeral pasó, sin ninguna diferencia al resto de funerales que transcurren cada día en cualquier lugar del mundo, y todo los allí presentes marcharon a sus hogares entre un aire sombrío e hipócrita por parte de algunos. Lucía, los padres de Elías permanecieron frente al nicho en el que yacía intentando evitar entre ojos enrojecidos y pálidos semblantes, una adiós inevitable. A lo lejos, separado de todos, se podía vislumbrar la silueta de José sentada sobre un frío banco de granito, encorvado, como intentando penetrar en sí mismo para resolver el acertijo que le impedía derramar lágrima alguna.
Pasó una extensa hora que parecía no acabar nunca. El día había envejecido, dejando sobre la tumba el alma de los que en aquel lugar se atinaban. Todos marcharon, sumergiéndose en una profunda crisis vital que hacía zozobrar mares de lava y aquella muchacha que perdió la vida junto a la cama de un hospital, regresaba a su casa, vacía y extasiada de males, los cuales retumbaban como prominentes golpes de callado, sobre su almohada.
El lecho en el que reposaba se le quedaba grande a su diminuto ser y el lado izquierdo de éste proyectaba la soledad que sabía que algún día llegaría, impidiéndole vencer la somnolencia.
José, en cambio, al llegar a su morada se dirigió de manera casi instintiva hacia su habitación asentándose frente a la pantalla del ordenador, sabiendo que no iba a sucumbir a la narcosis. El teclado comenzó a sufrir fuertes punzadas en cada una de sus casillas retratando de manera poética todos aquellos demonios de los que no conseguía desprenderse. Ésta era la única manera posible de evitar una tragedia interna que le asesinase el espíritu.
Los meses se fundían, apaciblemente, mudándose, aún con cierta dificultad, los pasados suplicios pero modificando las añejas costumbres, entre disputas con los padres… trasladándose al hogar que un día su hermano compartió con su amada. El compañero perfecto, pensaba Lucía que traería nuevos haces de luz a su vida, aún siendo el ominoso recuerdo del triste pasado.
Un pasado del que Lucía comenzaba a escapar. El trabajo en aquella triste oficina, el gimnasio…lograban evitar la reminiscencia, durante el día. La noche pertenecía a José…
- Llegas tarde. He tenido que cenar sin ti, me estaba muriendo de hambre- le comentó José, acomodado en el sofá del salón
- Fui a tomar unas copas con los compañeros de la oficina. Necesitaba evadirme un tiempo tras este día. Hoy no he parado de trabajar- inquirió Lucía-.
- Me parece bien que salgas pero deberías haberme avisado. Sabes que siempre te digo que lo hagas y en cambio tú prefieres quedarte aquí, consumiéndote a mi lado- replicó mientras su habilidosa mano hacía zapping-.
- Nunca me has consumido. Sabes que eres el hombro que me sostiene- le susurró quitándose los zapatos y acomodándose junto a él- Oye, hace tiempo que no me cuentas nada de ti…¿Qué ronda en esa cabecita?¿quizás el cuerpo de alguna chica que has conocido?- rió, haciéndole cosquillas-.
- No tengo tiempo de pensar en chicas. Mis estudios requieren de toda mi atención y no puedo permitirme perder el tiempo con chicas-dijo seriamente-.
- Todavía eres demasiado joven para pensar de esa manera- sentenció Lucía, dejando entrever que la conversación ya había terminado-.
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