Ese mismo día los recuerdos se me volverían inexorables. Eternos episodios se conjugarían en un sólo punto equidistante con su vida. Nuevamente ese sótano flotaría en la memoria; moriría perpendicular a los instintos; noble y degradado. Sus ojos revivirían el salitre; la congoja de ser ese hombre excomulgado por la vida; vacío; nato. Se asfixiaría bajo el sudor amargo de su piel, pendiendo como un bulto en la distancia. Enrojecería su cara inundada de más sangre; cálido; invertebrado; temeroso. Nadie lo vería partir; como un paria recorrería el cielo y el infierno; inconcluso; extenso; demorado...
Cuando entré a ese subsuelo que habíamos compartido, el cuerpo aún permanecía tibio; con sus manos extendidas al vacío y la mirada perdida en otros ojos. Sólo él ha de saber el propio rostro del diablo...

Ana Cecilia. ©