COLOR ARENA
Llegas a la puerta y eso serìa todo. Buscas las llaves que has tenido la delicadeza de ocultar durante el viaje en el fondo de un bolsillo. Las encuentras, introduces la primera en la cerradura de arriba, la giras, y no alcanzas a tocar siquiera la segunda cuando la puerta se abre y te toman de varios lados besándote como si fueras Colón regresando de su primer viaje. Entonces dejas el bolso marrón sobre una silla con esa sabiduría de los espacios propios, parecida a la que tienen los ciegos, y abrazas sin mucho orden pero con cariño, observando que todo está bien y algo como un reclamo antiguo que no alcanzas a formular te lleva a mirar la mesa, porque es hora de comer y alguien dice que ya comieron, pero un plato con algo caliente y conocido se instala sobre la mesa del comedor y de pronto te acuerdas y te devuelves para sacar del bolso el chocolate grande y almendrado, envuelto en plástico blanco que arrugas y metes en el bolsillo del jeans, donde tus dedos tocan por casualidad unos granos de arena gruesa y piensas por un instante que es bueno que tengas los bolsillos con arena y que, claro, no podr’a ser de otro modo, porque los que van a la playa siempre vuelven con un poco de arena que salta al suelo y que sentimos al día siguiente cuando descalzos nos levantamos y alegamos en silencio que esta arena tan gruesa duele cuando se nos incrusta en la planta del pie y reclamamos, por qué no, casi en voz alta, que odiamos la arena, es tan tonta la arena, ¿no?
Vas, te sientas y te cuentan cosas que escuchas mientras tragas con calma esa comida que conoces y preguntas por los llamados y recuerdas que ya habías preguntado por los recados cuando hablaste por la mañana. Preguntas ahora por tu hijo Santiago, si se sabe algo de él, y si, -Santiago está bien, vuelve el domingo-, responde tu mujer mientras recompone hábil, un curioso rodete con una hebra de lana sobre su cabeza. De la cocina te traen ahora una ensalada recién aliñada. Santiago regresará como todos el domingo, piensas, cuando el pa’s entero se pone de acuerdo en manejar a la misma hora para llegar parejos y extenuados a la ciudad, llenos de arena también, pero recién el domingo, no como tú, que te has ido a mitad de semana para regresar un viernes, que es como si no hubieras ido a ninguna parte.
Con el tenedor le sacas el perejil al tomate al mismo tiempo que escuchas las novedades y le das una sutil patadita al perro que te ha estado saludando desde hace un rato por debajo de la mesa y recuerdas a esa señora que se bajó contigo hace una hora del tren, a la que ayudaste a bajar un bulto demasiado pesado y que abandonaste para ir a comprar el chocolate dejándola con un, -gracias señor, usted es muy amable-, en la boca. Pero eso fue en el andén, antes de rescatar el automóvil del estacionamiento, y el recuerdo fugaz se te deshace justo cuando quieres preguntar por el postre y no lo haces. Solo pones los ojos como todos los dueños de casa cuando dejan los cubiertos sobre el plato, esperando eso que nunca se sabe bien qué es, pero que, invariablemente, se convierte en algo dulce y silencioso sobre la mesa.
Escuchas el televisor arriba, en el segundo piso, y te acuerdas de las noticias y comentas como al descuido que no has le’do el diario en tres días. Tu voz se encaracola por la esquina que va a la cocina y te comentan que alguien muy importante murió, pero no te importa mucho, parece, y repasas con la mente la lista de recados mientras tomas un café y escuchas el agua correr en el lavaplatos y quisieras reclamar pero no lo haces, porque en la ciudad el agua no es tan escasa como en la playa -eso era hace unas horas- piensas. Con un movimiento reflejo de los dedos del pie te sacas las zapatillas que traías en tanto que el perro insiste en lamerte el talón y la música de la película del viernes invade un poco el aire y preguntas si hay algo bueno, pero no te contestan o no escuchas muy bien, porque te acuerdas de un par de cosas que tienes que hacer y te dispones a anotarlas para no olvidarte el lunes siguiente aunque ese lunes está muy lejos todavía pero no vez ni un lápiz ni un papel cerca y lo olvidas. Tragas el último sorbo de café y decides subir a arropar a las niñas, pero a mitad de la escalera renuncias porque ya no son tan niñas y que deben estar escuchando música. Entonces te acuerdas del bolso y bajas lento a buscarlo porque tienes ahí dentro ropa sucia y bastante arena gruesa y confirmas que te quedaste sin dinero en efectivo justo cuando apagas la luz del pasillo después de subir nuevamente y entrar al baño tuyo de todos los días para respirar solo, por fin, en paz. Te lavas los dientes cansado de tanto viaje y, desnudo casi por completo, entras al dormitorio sabiendo que todo está apagado, que todo está como debe estar, y te acuestas al lado de ella con la sensación de que eres un poco un hombre afortunado y otro poco una buena basura cuando preguntas algo como ¿de qué director es la película?, y te acuerdas que ya la has visto y pierdes de pronto el interés e intentas dormir entrecerrando los ojos, pero te preguntan cosas y respondes al interrogatorio de rigor con propiedad y mucho sueño. Hablas de todo lo que hiciste esos días, casi cronológicamente para no equivocarte y te quejas de que te arde un poco la nariz y la hundes suavemente en el cuello de ella, mezcla de amor viejo y deseos de que se calle de una vez y cierras los ojos que están cansados de tanto sol, de tanta playa -y,si, claro que tomamos mucho-, dices, -porque también estaban un francés y su mujer, una gringa media gordita amiga de la mamá de Martín y no, no hab’a nadie más, y sí, comimos unos ostiones muy ricos, y Martín volvió a escribir y, es bueno ver que los amigos escriben de nuevo novelas y cosas-, dices, piensas, y empiezas a quedarte dormido con la calle en un silencio que te confirma que todo está en perfecto orden. Estás satisfecho y tan cansado y, -ay Dios qué sueño-, murmuras con los ojos cerrados y te detienes una fracción de segundo a pensar en el teléfono para marcar un nœmero, pero te deshaces entero para dormir por fin.
Quizás sueñas que s’, que hubo alguien, pero luego te dirás que fue una idea loca. Imaginar que si hubo alguien más, será culpa del dolor de cabeza después de tanto viaje. Te convencerás que solo es una idea de esas que le dan a los cuarentones noveles.
Entonces yo, que te he acompañado invisible detrás de tu hombro desde que subiste al tren, me detengo en el marco de tu ventana y me quedo mirando cómo es que me has borrado con tanta calma. Es imposible, pienso, y te escucho respirar dormido, con un ritmo perfecto, sin entender cómo puedes tener tanta paz. Es en ese solo momento, cuando entiendo todo y decido abandonarte yo también, cuando elijo irme de tu casa y de tu calle para encontrar en el resto de la noche un lugar donde yo tampoco quiera acordarme.
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