Mamíferos. La escena transcurre en la calle, frente a uno de los muchos colegios evangélicos de aquí, a la una de la tarde, la hora de la salida del turno diurno.
No por tan veces sabida, vista y repetida la escena me deja de resultar fascinante.
Dos jóvenes, de unos quince años, marcan jerarquía. Están realmente hermosos, con su pantalón de uniforme negro, su camisa blanca de manga larga, su pelo corto, ensortijado y engominado y sobre todo mostrando esa actitud de desafío ante el mundo que tan sólo los adolescentes y los medio genios, medio locos, pueden adoptar.
Los dos estiran sus cuerpos y adelantan el pecho. Se miran fijamente. Dan lentas vueltas sin perderse la mirada y a veces se golpean con sus torsos o rozan sus cabezas.
Si pudiera, me acercaría más. Me encantaría poder oler el miedo, el orgullo, la rabia, todos los humores que se desprenden de sus cuerpos en ese momento.
Media vuelta, los puños apretados, media vuelta más.
Se miran por última vez y al final ambos al unísono se alejan. Uno vuelve junto al grupo que observaba, el otro se queda sólo.
Dentro del grupo, hay uno que destaca. Más alto, más fuerte, más bello que el resto. Es él, el verdadero líder, quien le dirige unas palabras de desprecio al solitario.
El solitario, comete, supongo que impulsado por ese orgullo absurdo pero tan bonito de la adolescencia, el primer error y le contesta.
Murmullos de desaprobación en el grupo, el líder, sin ni siquiera desprenderse de la mochila que lleva a la espalda, se acerca al solitario que sin perderle la mirada comienza a alejarse.
Ésta segunda parte ya no me atrae. Es ahora cuando, tal vez, debería trasladar mi otrora indeferencia hasta la desaprobación, que son las dos actitudes que el mamífero adulto mantiene siempre en estos casos, pero decido mantenerme todavía en la primera.
El líder da un fuerte empellón al solitario que lo hace trastabillar.
El solitario comete su segundo error. Lanza su morral al suelo y se encara. Un puñetazo le alcanza al pecho, un brazo se ciñe a su cuello y es lanzado, sin miramientos al suelo.
Ya todo ha acabado. Se mantiene en el suelo, hasta que el otro, satisfecho, decide que el castigo ya es suficiente y se acerca hacia el grupo donde es recibido por las sonrisas cómplices del resto. El perdedor, entonces, se levanta, se sacude el polvo del uniforme, se traga el orgullo y las lágrimas, recoge el morral y se aleja.
Vuestro, a palabras necias, oidos sordos;
Dolordebarriga |