Unas débiles y objetivas ondas rebotaban en su pabellón auricular y se colaron sin perder su buen orden por el orificio auditivo. A partir de aquí, ya sea por la oculta naturaleza de los hechos posteriores o por su asaz complejidad, desconocemos lo que pasó. Si siguiésemos nuestro sentido común, algunos opinarían que el oyente se estaba aburriendo con esa aborrecida música clásica, otros que estaba sintiendo en el paladar ese exquisito placer que se saborea al procesar esas ondas que vagaban por el tren. Pero lo cierto es que nadie lo hubiese acertado, a no ser que hubiese compartido tantas experiencias con nuestro sujeto que pudiese hacerse pasar por él, y aún así, difícilmente. Pues para nuestro sujeto (que para poder llamarlo de algún modo y a la vez evitar erróneas relaciones con homónimas personas denominaremos M) esos segundos de música, los anteriores y algunos de los siguientes, provocaron esa especie de melancolía y nostalgia característica de todas las músicas sea cual sea su aceptación social, pues los sentimientos no entienden de humanas discriminaciones. Así, M guiaba sus estándares musicales según el placer de recordar su pasado. Y a cuanto mayor intervalo de tiempo distase, mayor mejora en los recuerdos, que en un pasado no fueron más que rutina. De modo que, cuanto más difícil sea llegar a ese pasado, más recompensado esta uno de soñar con la posibilidad de repetirlo.
Pues estaba el señor M sentado en un incómodo asiento de tren, de ésos que están en el pasillo, uno de ésos de pasillo plegables, recordando tiempos nostálgicos en los que escuchaba esa misma melodía desgarradora. Si no fuese por la fortaleza (que no contradice su sensibilidad) de M, una lágrima hubiese sido desprendida hace tiempo por sus ojos, y ahora mismo divagaría ya por su cuello, pero la sustituyó una sonrisa melancólica, una de ésas que solo su existencia parece una contradicción, que ya fuera por su existencia contagiosa, por una posible comprensión o una espontánea simpatía, fue devuelta por la chica que tenía delante.
Y el siguiente paso a la sonrisa, la mirada. Éstas fueron más profundas que la sonrisa, miradas hipnóticas, de esas que son absurdas para terceras personas pero que quienes las lanzan no pueden evitar sentirse protagonistas de su historia. Y así transcurrió el tiempo, como estatuas. El lenguaje no verbal, demostrando su potencia no reconocida. Un flujo de historias recorriendo el camino de la mirada. Débiles sentimientos floreciendo. La magia de la vida volviendo del olvido a los tiempos modernos, como un genio al que hace tiempo que no sacan de la lámpara, desperezándose y despojándose de sus letárgicas legañas. Si al principio el espectáculo tenía algo de interés para los cotillas tripulantes, lo había perdido por completo, hasta tal punto que un despistado hombre se cruzó en el flujo de miradas.
Momento crítico de la historia, ¿como volvería a mirar a la muchacha, si se había roto la única conexión que mantenían? Lo hizo a la desesperada, después de que el hombre acabara su gran hazaña, levantó la cabeza, pero la amada no estaba ya, solo había una mujer con la cabeza gacha. Intentó clavar la mirada, para provocar alguna metamorfosis y volver a encontrarse delante de su Helena, pero nada, ella seguía con la mirada perdida entre los nudos de los zapatos, reflexiva. Aquella canción hacía tiempo que no sonaba y no se había dado ni cuenta, ese hombre lo había cambiado todo. Las puertas se abrieron y se bajó en su parada, hecho que no inmutó a la mujer.
Bonita historia y bonito final… Alguien tiene que parar los pies a los soñadores: si no vivimos en la pesada realidad, no podemos ser parte del gran espíritu cosmopolita, también llamado masa. Éste fue el mejor final posible para la travesía de Marcel.
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