- ¡Hiiijo!
- ¿Qué pasa mamá?
- Adivina qué. Qué día es hoy – dijo su mamá con tono jovialmente irónico. – Dígame pues, si es un día muy feliz para ti.
- No, mamá, no. No quiero, si todavía falta una semana. Vamos mañana o el fin de semana. Todavía no mami. Pleeaasee, please, di que sí, di que sí.
- ¡No! ¡Hoy día es el día y punto! Vo creí que a mi no me da lata. Me tengo que despertar todos los días a las seis y media de la mañana pa’ que vayai al colegio, en vez de despertarme a las siete y cuarto para ir a trabajar. Si me alegas una vez de que te despierto muy temprano, te vai a empezar a ir solo. ¡¿Me escuchaste!? – dijo en tono iracundo vaticinando cómo es que iba a ser este año escolar.
- Ya, ya, bueno. Pero no te tení pa’ que enojar po. Si te decía no más. – dijo con tono como apenado y cara de asustado. Se paró, estaba sentado en la silla de la cocina, y fue a buscar sus zapatillas o hawaianas, ya que estaba a pies pelados.
Bajó las escaleras rápidamente. Se subió al auto. Se dirigieron hacia el Jumbo. Llegaron.
Estaban entrando al estacionamiento cuando se dieron cuenta que, verdaderamente, era la última semana de febrero; de que la gente, bastante, ya había vuelto de la playa y estaba toda en lo mismo: comprando los famosos útiles escolares. Esa pequeña lista de treinta y tanto “útiles” que se pierden cada mes y que hay que estar comprando casi semana por medio para que “tenga el estuche completo” y, como si fuera poco, por lo menos son dos que rellenar a menos que ya hayan salido del colegio, o tenga un solo hijo, o esté uno en el colegio y el otro en la universidad, o esté uno en primero básico y el otro en cuarto medio. Pero eso no importa, lo que importa es que hay que darse ese angustioso y estresante trabajo antes de que entren al colegio, y que ya lo aprontan al estrés escolar tan traumático, tanto para el hijo – a veces es un vago que no le preocupa nada – como para la madre o el padre e inclusive abuelas y abuelos, tíos y tías, primos, sobrinos, vecinos y Dios, sí, hasta Dios anda metido en esto.
Después de cinco minutos buscando estacionamiento cerca de la entrada, el cual no encontraron, se estacionaron a cincuenta metros. Vamos, si tampoco había llegado toda la gente. Entraron al Jumbo, sacaron carro y todo normal, preferentemente normal en la zona de vasos y platos, nunca hay nadie; electrónica, las mismas de siempre; carne, regular, es día de descuentos; ropa, dos mujeres sexagenarias decidiendo qué calzón regalarle a la nieta de dieciocho, un colases por supuesto, si está pololeando. Y empezamos a prepararnos: primero no hay mucha gente, estamos en camino y están esos estantes y recipientes con las “ofertas”, como la de los block: “Block médium Artel a solo 899, block médium Proarte a solos 799, (todos con cien pesos de descuento)”. Y ya con eso la gente los saca. Pero seguimos avanzando y van apareciendo los cuadernos en oferta, los lápices en oferta y llegamos. Ahí, en medio del pasillo, la estantería con todos los cuadernos habidos y por haber. Grandes, chicos, pequeños, enanos, medianos, de sesenta hojas, de ochenta, de cien, ciento veinte, algunos de ciento cincuenta, tapa dura, tapa blanda, con espirales, sin espirales, con espirales dobles, tipo archivador, con Kudai, con un oso panda, con Barbie, con portadas de discos, fotos de skateboarders, snowboarders, surfers, metálicos, de esos “con movimientos”, cuadros pequeños, grandes, de composición, croquis, y todo, todo lo que te puedas imaginar, cientos y de casi todos los precios, desde trescientos hasta tres mil y algo más.
Y la gente... ávida de comprar. Se escuchan: “ Lápiz pasta rojo, azul, verde, fucsia, amarillo, negro. Listo”, dice una niña; ”Cuaderno cien hojas matemática, tres, listo. Dos de composición... me falta uno. Tijeras, no. Pegamento, no. Gomas, no. No, no, no, no. ¡Puta, todavía me falta la mitad!”; y otra con voz de triunfo y júbilo, “ Yyyy... listo. Me faltaba el puro sacapuntas. Termine. Sí sí sí, terminé. Sí, sí, sí, terminé. Soy feliz porque terminé. Vamos hija, vamos a tomarnos un helado.”. Ojalá todos los casos terminaran así, pero no. Como el de nuestros personajes.
- Mamá –dijo con voz temerosa – no encuentro los lápices de color, cromo o como se llamen, de esos que se pueden mezclar.
- ¿Cómo que no los encontrai? Pero si mira, si ahí están todos los lápices de colores. Si los encuentro te voy a pegar una cachetada, ¿me escuchaste? –dijo con ese típico tono que asciende y desciende algo chillón.- uy, tení razón, no están. ¿Señor, disculpe? ¿Tiene usted de esos lápices que se mezclan? No me acuerdo del nombre.
- No, no los tenemos. Los pueden tener en la librería de abajo.
- ¿Sabe como cuánto cuestan?
- Creo que sobre cinco mil pesos.
- Muchas gracias. – Dijo con tono amable mientras que por dentro había un pequeño diablillo que crecía y crecía hasta que se encuentra con el hijo. – Tus cagá de lápices no están acá y más encima cuestan como cinco lucas, mínimo. Cuando entrí dile a tu profesor que no te mande a pedir esas cosas, total, si con suerte podí pintar sin salirte de las líneas.
El niño se quedó callado y siguió buscando las pocas cosas que le quedaban. No podía encontrar el block prepicado tamaño oficio y, claro, no se atrevía a decírselo a su mamá, por razones obvias. Siguió buscando angustiosamente, evitando carros, chocando a gente, mirando de arriba abajo, pero nunca leyendo; cosa que debería haber hecho para encontrarlos más fácilmente, ya que estaban en la parte más alta de la estantería, lugar inasequible para él, medía un metro cincuenta y acababa de pasar a séptimo básico, pero tenía miopía y no había traído sus lentes, graso error. Ya a los cinco minutos de buscar el block y esquivar unas cuatro veces a su mamá, se le ocurrió, mejor dicho se atrevió – ya lo había pensado pero era algo tímido – a preguntarle a una señorita (mejor ni imaginemos su historial). “Señorita, disculpe, ¿dónde están los block prepicado tamaño oficio?” “En la entrada del pasillo siguiente, a mano derecha, en la parte de más arriba.”, le contestó muy cordialmente al ver su cara inocente. “Me los podría pasar que yo no los alcanzo.” “Ok, ni un problema. Ves, aquí tienes. ¿Te falta algo más?” “Sí, le contesto, lápices scripto, de cera y una escuadra de sesenta grados de quince centímetros.”
Y con esta santa ayuda el niño pudo conseguir en poco tiempo lo que le faltaba. Se dirigió hasta su mamá, que estaba algo más calmada, y le entregó todo lo que tenía. “Bien hijito, muy bien. Te mereces un helado”, dijo su mamá, ya tranquila al ver que sólo le faltaban los lápices y sabiendo que no era culpa de su hijo. Al niño se le iluminó el rostro y le preguntó si podía ser un completo. “Bueno”, le respondieron. “¿Y una bebida?” “Estai fresco, ah.”
Pagaron, la cuenta no salió barata, pero tampoco tan cara. Salió lo que debía salir teniendo un hijo más sin comprar lo peor. Treinta y siete mil setecientos ochenta y tres pesos. Se dirigieron hacia el restaurante del Jumbo y pidieron un completo. “’¿Y la bebida?”, preguntó el niño. “Hay en la casa, te esperas.” “Bueno, ya.”
Se comió el completo mientras su madre pensaba: “mañana compro los lápices... solo me quedarían los uniformes. ¡Apúrate!”
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