Había planeado mi vida desde que tuve razón, y, en verdad, todo salía como planeé, pero, desde que cayó ese aerolito en el jardín de mi casa todo cambió para mí, y para la gente que conocía. Aún recuerdo la noche en que cayó, yo estaba leyendo sobre mi cama, era un libro de Girondot, me agradaba ese tipo de escritores que no tienen bandera ni sombra que les acompañe. No sé si me había quedado dormido, en verdad, no lo recuerdo, pero allí estaba, echado a todo lo largo en mi cama con mi libro de Girondot sobre mi pecho cuando escuché un sonido terrible que hizo un fuerte temblor en toda mi casa. Terremoto, pensé. Bajé como un loco, llamando a todos mis padres y mi único hermano, pero no encontré a nadie. De pronto, cuando salí a la calle, vi que todas las casas estaban como achicharradas, carbonizadas... ¿Qué es esto?, me preguntaba, mientras caminaba de un lado a otro sin reconocer el lugar en que me hallaba, pues antes era todo un lugar lleno de casitas bordadas de plantas en cada una de sus entradas, y llenas de luz, bellas luces en cada ventana de sus pequeños hogares. Ahora, ante mis ojos, todo era escombros, como esos palitos de fósforos gastados... así era, y el tiempo era oscuro, sombrío, tan solo una luz rojiza alumbraba toda la esta zona. Me fijé de dónde salía la luz rojiza y noté que salía de mi casa. Volví hacia mi casa, entré y vi que un fuerte resplandor brotaba de todas las paredes... Caminé en medio de aquel silencio que parecía ser el sueño de millones de muertos cuando vi que un resplandor brotaba del jardín. Cuando llegué al lugar de aquel fenómeno, encontré un extraño forado, no era grande, no, sino más bien era como si alguien hubiese hecho túnel como un tubo, bajo la tierra y en dirección hacia su mismo centro. Me dirigí hacia el hoyo y vi que del fondo salía una intensa luz de color rojo. Es el infierno, pensé. Ya estaba por irme cuando vi que alrededor del hoyo había miles de extraños insectos, tan pequeños como mis dedos que parecían estar atentos a cada cosa que estuviera por hacer. De pronto, uno de ellos se acercó, y con un extraño aparato con forma de palito de fósforo rojizo, me preguntó si yo era una especie hombre, o una especie mujer. Callé, pero sentí que los bichos esperaban mi respuesta. Soy hombre, les dije. Se escuchó un fuerte rumor, algo así a cuando se revientan el maíz en una lata caliente y resuena en todas las paredes de la olla. Ya estaba por irme cuando decidí preguntarles el por qué no había muerto como los demás. Los bichos me dijeron que ellos tampoco lo sabían, y eso fue, según ellos, porque yo parecía no pertenecer al planeta en donde vivía desde que tuve conciencia. ¿Hacia adónde voy? Y, ¿quién y qué soy? Tres preguntas podridas pero aún vigentes les hice en medio de un lugar aburrido enlodado de tantas ideas ya fenecidas. Pero, al cabo de un tiempo, los bichos me dijeron que yo era una especie de mágica criatura, y por eso es que habían bajado a observarme, pero antes, habían destruido todo acopio que no sea recomendable de ser investigado. Una cuestión de formalidad, dijeron. Y, ¿cuánto tiempo estaré aquí?, pregunté. Un momento más, luego tendrás que reconstruir todo este planeta. ¿Yo solo? Sí, no necesitas de más... Tienes la magia y la vida por un tiempo extendido por nosotros para que encuentres a personas como tu y les informes que aún existimos gente que sabe pensar, sentir y que aún anhelan ser felices... No recuerdo qué les dije o respondí, pero, al escucharme, los bichos se acercaron, y yo, por un segundo sentí que iba a ser mi final, pero no fue así. Los vi rodearme hasta acercarse y arrastrarse por todos los rincones de mi cuerpo. Por más que traté de aplastarlas con mis manos, ellas, impertérritas, continuaron brindándome ideas de cómo desarrollarme en este magro mundo. Y luego de acabar de arrastrarse por mi cuerpo y hablarme, se despidieron, y todos juntos, como soldaditos, entraron en aquel hoyo rojo. Volvía acercarme para mirar el extraño hoyo rojizo cuando sentí que el suelo temblaba. Terremoto, pensé. Pero no fue eso, era una especie de roca de color dorado brillantísimo que salía como una bala de aquel hoyo, perdiéndose en el cielo del universo... Cuando estuve nuevamente solo, aún no vislumbraba el final de mi destino, pero ya no me importaba, sobre todo que aún conservaba el libro de mi autor preferido, Girondot. Ya solo, y sin certeza alguna, decidí limpiar toda mi zona. Empecé con mi casa y al cabo de una semana, quedó limpia. Salí a la calle y comencé a limpiar todos los escombros... Aquella tarde de rojizo color del cielo me sentí como Adán en el Paraíso. Me eché a descansar en mi casa con el libro en la mano cuando escuché los pasos de una persona. Es una mujer, seguro que es una mujer, presentí. Y, efectivamente, era una bella mujer, totalmente desnuda, acercándose hacia mí, con unos ojos abiertos y brillantes que parecían pertenecer al más anhelado de todos mis pensamientos. ¿Quién eres?, le pregunté, pero ella solo atinó a acercárseme para luego enroscarse como una culebra sobre todo mi cuerpo. Hicimos el amor, y luego, me quedé dormido, desnudo, sobre mi cama. Cuando desperté, no la encontré. La fui a buscar por todos los rincones de la zona, pero nada... No la encontré, pero ella, cada noche que llegaba, y cuando yo quedaba dormido, se metía a mi lado, desnuda y se enroscaba con mi cuerpo... Así la pasé a lo largo de mi camino hasta llegar a un lugar que me gustó en demasía. Era un lugar cercano al mar... Una cueva sin nada a su alrededor, pero cuando uno llegaba al final de la cueva, tenía una salida, y daba hacia el mar... Esta es mi casa, pensé. Entré en la cueva y no volví a salir jamás... pero ella, la bella mujer, cada noche venía a mi lecho para amarme con su alma y su cuerpo, para luego esfumarse... Esto es el cielo, sentía, aceptando aquel destino...
San isidro, mayo del 2006
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