Agustín va caminando por la Dos de Mayo, acaba de salir del Wong y ya está pensando si ir de frente a su casa, darse una vuelta por la uni, ir a alguna cabina o buscar a algún amigo. Se decide por esto último y se va a la casa del chato Nicolás, que vive en Los Eucaliptos y está jugandose un winning. Cuando está por meter un gol, Agustín siente un dolor en la nuca y un mal presentimiento. A Agustín le gustan los presentimientos, pero éste le dolió como una pedrada. Y sabe que algo va mal. Le empiezan a sudar las manos, escalofríos le agarrotan los brazos, paran un momento en su cuello, y luego se pasan a su mandíbula, dejándola rígida. Agustín se para, le dice al chato que tiene que irse, que ya se ven en la noche. Empieza a caminar rápido por la calle, un sentimiento de que todo estará bien si se mete en su cama y se tapa hasta las orejas lo anima un poco, pero el presentimiento sigue ahí, Agustín busca más signos alrededor, ve una empleada paseando un perro, ve un hombre que fuma en una esquina, ve una chica bonita entrando en el Blockbuster, pero no ve nada raro.
Siguió caminando rápido, pensando que ya no pasaba nada, que si los pelos de la nuca estaban erizados sería por el frío, se abrigó un poco más y pensó en su cama como destino último. El mal presentimiento lo agarraba del cuello, no lo soltaba, empezó a ver los carros que pasaban por ahí, mayormente taxis, un triciclo de panadero, y ya.
Agustín no quiere correr, pero escucha una voz bajita que dice “corre imbécil” y no sabe si él solo se la ha dicho o si es Dios o algo. Así que corre de saltitos y ya falta poco para llegar a su casa, ve las rejas. La cabeza le revienta, siente la sangre golpeándole los oídos, una angustia tremenda le atenaza el pecho, siente que corren las lágrimas por sus mejillas “falta poco, falta poco” cada vez más rápido, la gente lo mira, sabe que lo están mirando, pero ¿qué saben ellos? ellos no ven lo que él ve, cada vez más cerca, lo jala como un imán irresistible, faltan tres pasos para llegar a su reja. Uno, se seca las lágrimas y mira alrededor. Dos, resopla y se mete las manos a los bolsillos. Tres, llega a la puerta. Agustín para. Y siente el momento. Y se mira los zapatos. El frío lo golpea con la boca abierta. La fatalidad lo ha alcanzado. Y vuelve a mirarse los zapatos, luego mira al cielo y grita “Carajo!”. En la acera, precedida de numerosas huellas, está la huella del zapato de Agustín, que ha dejado una estela de caca de perro de media cuadra y la otra mitad está prendida en su pantalón. |