Javiera está en el columpio, balanceándose cada vez con más fuerza. Las cadenas que sostienen su pequeño asiento de madera se suspenden en el aire, distendiéndose por fracciones de segundo, mientras su pelo - el pelo rubio y largo que por entonces tenía- le cubre a medias la cara.
Francisco se encuentra a unos metros, sentado en uno de los escaños de la plaza. La ha estado observando mientras bebe su café. Pero a medida que Javiera se impulsa, toda su atención se centra en ella. Imagina las posibilidades que ese juego comienza a tener, las calamidades que puede traer consigo ese columpio para una niña de seis años.
Finalmente, deja el café sobre el escaño de la plaza y la detiene. La toma entre sus brazos.
- Pero papá...- alega ella.
-Ya está bien. – dice.- Ya es suficiente.
Mientras toma el camino que lo llevará hasta donde hoy, veinticinco años más tarde, vive su hija, saborea la posibilidad de contarle ese recuerdo. Ha manejado por más de cinco horas. Siente los dedos dormidos. Le cosquillean.
La última vez que vio a Javiera, fue en su matrimonio, esos tiempos en los que aún le lograba seguir los pasos: su graduación en la facultad de enología, su primer trabajo. Se las arreglaba para saber de ella. Sin embargo, ya hace cuestión de cinco años, quizás más, Francisco sólo ha tenido noticias aisladas, comentarios breves de parientes.
El camino es de tierra, de un maicillo rojizo, y está plagado de posas de agua que la lluvia ha dejado la noche anterior. A ambos lados hay viñedos, parras desnudas en medio del invierno, encaramándose sobre las laderas.
La conversación que ha tenido con Javiera no sólo le ha emocionado por el entusiasmo que creyó sentir en ella tras escucharlo -la voz levemente borracha de un padre llamando a las once y media de la noche de un día miércoles- sino que también le ha emocionado el hecho de percatarse que Javiera, que el recuerdo que él al menos tiene de ella, se contrasta con la alegría desbordante, ingenua, de esa voz al otro lado de la línea teléfonica. Como si nada, ha lanzado una risotada.
–Por supuesto que me gustaría que vinieras.- le ha dicho.
Gracias a esa conversación, también se entera de que su hija ha decidido comenzar a producir sus propios vinos. Le da un nombre que de inmediato se diluye en su cabeza. También le habla del lugar en donde actualmente se encuentran sus viñas, las montañas que circundan ese viñedo, la forma en que el mar lanza sus brisas sobre esas parras. Aún le cuesta respirar. Mientras se apasiona relatándole los detalles de esa viña, su voz se contrae, se vuelve aguda como aprisionada en sus pulmones. Hasta que, finalmente, se detiene.
- Me gustaría que vinieras, – dice, tratando de calmarse.
El camino sigue por unos buenos kilómetros internándose entre laderas cada vez más escarpadas. Ya no se ven viñedos; sólo colinas que se transforman en montañas perdiéndose en el horizonte. Francisco detiene el auto y revisa las indicaciones que su hija le ha dado, una hoja de papel en la que él dibujó un mapa, atravesado por nombres y distancias que no logran coincidir con las del cuentakilómetros de su auto. Mientras baja la ventanilla, el humo de su cigarrillo se mezcla con la brisa salada del mar. A lo lejos, divisa un rebaño de cabras como machas blancas petrificadas en medio de las montañas. Comienza a llover.
Cuando Javiera sufrió el accidente, él se encontraba fuera del país. Recién pudo regresar tres días más tarde, luego de dos cirugías y un estado de coma que duró algunas horas. Viendo la situación en perspectiva, incluso en ciertas ocasiones ha dado las gracias a la demanda de pasajes ese fin de año. Lo que finalmente vio fue a su hija conectada a la máquina y a su mujer, la mujer que alguna vez tuvo, a un lado, acariciándole la frente.
Se baja del auto. Mientras la brisa del mar le congela los huesos, se debate entre la posibilidad de volver al auto y poner marcha atrás o seguir indefinidamente por ese camino hasta que la tracción de las ruedas lo termine de estancar. Entonces ve como una camioneta se acerca haciendo estallar las pozas. Lleva una buena velocidad. Se detiene a su lado.
- Apuesto que pensaste que estabas perdido.- le dice su hija, con la ventanilla a medio bajar. Se ha teñido el pelo de negro. Lo lleva muy corto. Sus ojos parecen cansados. Le sonríe.
Fernando piensa en besarla, en abrasarla incluso, pero en cambio, no sabe bien por qué, le pide disculpas, estático bajo la lluvia.
- Creo que anoté mal las indicaciones que me diste.- le dice, mientras busca algo en su bolsillo.
- Te parece si mejor lo conversamos en la casa. Sígueme.- Javiera sube la ventanilla.
Luego de un par de kilómetros, el camino se convierte apenas en una huella. El maicillo lentamente se transforma en arena y rocas, mientras las montañas se levantan a ambos costados como paredes a punto de precipitarse al suelo. A lo lejos, el mar aparece transformado en una sombra gris fundiéndose entre las nubes.
Tras varios kilómetros bordeando el mar, Javiera dobla en un pequeño camino y se interna por él entre laderas y bosques de pinos. Más arriba aparece un claro, una pequeña planicie en la que se divisa un galpón. El brillo del techo metálico reluce contra el verde de la maleza. Su hija se detiene, le hace señas, da marcha atrás y se pone a su lado. Vuelve a bajar la ventanilla.
- Con este día apenas se ve.- dice, indicándole una pequeña quebrada, justo tras el galpón.- Ahí tengo la viña. ¿La ves?
Asiente, aunque no logra ver gran cosa.
-Ya estamos. La casa es ésa.- Agrega, y sube la ventanilla.
Lo que a la distancia parecía un galpón, a unos metros se convierte en una casa de dos pisos, construida de piedra blanca. Javiera detiene su camioneta en la entrada. Un perro aparece de pronto, y se pone en dos patas sobre la puerta del auto. Ambos se saludan. Javiera lo besa en la nariz y el perro mueve su cola y se balancea en sus patas, aullando.
- Max, este es mi papá. Se llama Fernando.- El perro se abalanza sobre él. Antes de que comience a lamerle las mejillas, Fernando nota que el perro es tuerto de su ojo derecho. No puede evitar acariciarlo en el orificio gris que ha reemplazado a ese ojo.
-Nació así. Parece que es cosa de genética. Su madre también era igual.- dice su hija, mientras camina hacia la puerta, esquivando las pozas de agua que ha dejado la lluvia. Aún cojea. Lo invita a pasar.
La habitación parece ser el living o una oficina o ambas cosas a la vez. Un par de sillones rodean a una mesa de centro cubierta de revistas y libros, una estantería de vidrio esconde más libros y algunas copas. Sobre una repisa están alineadas botellas vacías de vino; la mayoría de ellas tienen las etiquetas machadas o roídas. Tras los sillones hay una pequeña mesita con un fax y, a un lado, un escritorio lleno de carpetas junto a un computador portátil. Las ventanas son pequeñas. A un costado, justo al lado de una puerta cerrada, hay una chimenea.
-Quítate el abrigo. Ponte cómodo.- dice Javiera, mientras comienza a poner leña en esa chimenea.
El fuego tarda en prender. Le sorprende la habilidad de su hija, la energía casi masculina con la que toma los leños y los dispone ordenadamente sobre la chimenea; incluso la manera en que prende los fósforos.
- Cuando venía para acá, me acordé de esa vez en que te llevé a la plaza... – dice, pero de detiene. De pronto, le dan ganas de fumar. Busca el paquete de cigarrillos en el bolsillo de su abrigo, pero no está allí. Aún permanece muy cerca del umbral de la puerta.- Es una tontería, en todo caso.
El fuego comienza a tomar forma y, lentamente, el calor se expande por la habitación. Javiera se refriega las manos.
- No elegiste el mejor día para venir. ¿Te gustaría tomar una taza de té?
Sin esperar su respuesta, Javiera atraviesa la puerta y se pierde en algo que Fernando cree reconocer como la cocina. La puerta se cierra tras ella.
Coronando la pila de revistas de la mesa de centro, hay una en la que aparece fotografiada Javiera, en la portada. Lleva unos jeans gastados y una polera negra. En esa foto tiene el pelo algo más largo. Se apoya en una parra y sonríe, tal como quizás –imagina en ese momento- su madre lo habría hecho si hubiera estado en una situación similar. Es una sonrisa leve, casi forzada. Sin embargo, es una buena foto, piensa, una foto que quizás le habría gustado tener en su oficina; algo de lo que presumir.
La foto tiene como título simplemente la palabra Pionera. A un costado, se reseñan en tres o cuatro palabras los demás reportajes que incluye la edición. En el interior, en la página 35, aparece nuevamente su hija, esta vez sentada tras su escritorio. Sonríe. Es, detalles más, detalles menos, la misma sonrisa.
La entrevista se titula Pionera del mar y comienza describiendo los ojos de su hija, la forma en que miran al autor del artículo. Ese hombre detalla el color de sus ojos, sus pestañas, para luego hacer un paralelo con los vinos que ella está haciendo; vinos, dice el autor, que no sólo reflejan su origen, sino que también una densidad especial, una profundidad que él relaciona con el mar a pocos kilómetros al este de sus viñedos.
Sigue leyendo. Busca alguna referencia a él, pero no la encuentra. Su hija, en las dos siguientes páginas, aparece nuevamente entre viñedos o sosteniendo botellas o en medio de recipientes de acero, mientras responde cuestiones técnicas que, aún así, a Fernando le parecen cargadas de intensidad.
-No es una revista importante, pero es un buen reportaje.- Su hija aparece con dos tazas de té. Max ladra tras la puerta.
-También es una buena foto.- agrega Fernando, dejando cuidadosamente la revista sobre la mesa.
Javiera se acomoda en uno de los sillones. El fuego de la chimenea proyecta su calor a toda la habitación.
- Me gusta.- dice, indicando con su mano a un punto indeterminado a sus espaldas.- Tu casa, quiero decir.
Javiera asiente. Estira las piernas. Se ha quitado su chaqueta. Deja al descubierto su cuerpo delgado, cubierto por un grueso chaleco de lana. Aún lleva puesta su bufanda.
- La compré hace como cuatro años. Si la hubieras visto. – cierra los ojos, como si se concentrara tratando de buscar las palabras adecuadas para describir el estado de esa casa cuando la vio por primera vez.
- En todo caso, se ve muy bien. Imagino lo que trabajaron restaurándola.- Dice Fernando, pero de inmediato se arrepiente. Javiera se vuelve a acomodar en el sofá. Sus ojos nuevamente muestran cansancio. Le da un sorbo a su taza de té y se quita la bufanda.
- El no tuvo nada que ver.- dice, como si pensara en voz alta.- Nos separamos justo antes de todo esto.
- Perdona.
- No te disculpes. No hay razón para hacerlo. ¿Está muy cargado, no?- Javiera indica su taza. La cubre con sus manos.
- Sí, un poco. Pero está bueno. Estaba entumido.
- Te hago otro. No hay problema.- Dice Javiera y se pone de pie. Fernando piensa en detenerla, pero en cambio asiente.
Su oposición a ese matrimonio nunca fue frontal. Le hubiese gustado, por ejemplo, haber tomado de la mano a su hija, haberse sentado con ella en algún escaño de alguna plaza, las hojas cayendo en el comienzo del otoño, y haberle dicho lo que pensaba de ese hombre, los fantasmas que veía en el futuro, lo que lograba interpretar tras esa sonrisa. Piénsalo, por favor. Pero no lo hizo. En cambio, le dijo que la felicidad que ella creía sentir en ese instante podría ser sólo un espejismo, como una gota de lluvia derramándose sobre la superficie de una hoja de árbol. Su hija lo miró con extrañeza. Claro, qué cosa importante habría podido decir ese padre que, de pronto, llega al matrimonio de su hija sin ser invitado, y que la toma en medio de la fiesta y que le habla sobre lo frágil que puede ser el amor. Consejos amables, datos generales, un fantasma borracho que cree haber visto el futuro.
Sentado en el sofá, siente una extraña comodidad. Piensa, de hecho, que perfectamente podría quedarse allí, dormir así, en esa posición, pero los pies vuelven a molestarle, a provocarle cosquillas.
Tras el vidrio de la estantería, en medio de unas copas, hay una foto enmarcada. Desde donde está no puede precisar quiénes son esas dos personas que aparecen retratadas allí, así es que se pone de pie. Es una vieja fotografía, una foto que él mismo ha tomado. En ella está Javiera. Tiene cinco años, lleva un vestido celeste. El pelo le cubre a medias la cara. Su madre la abraza, como protegiéndola. Ambas sonríen. Al fondo, se alcanzan a ver las olas reventando sobre la playa y un bote de pescadores. Es el verano de 1978. Diciembre de 1978. Un sábado.
- Y dime, cuánto tiempo te piensas quedar.- Javiera le pasa la taza de té.
- Tengo que partir mañana, mañana temprano, si no te importa.- La taza le quema los dedos. La deja sobre la mesa. Se vuelve a acomodar en el sofá.
- Una visita de médico.- dice Javiera.
Fernando piensa en contarle acerca de la reunión que tiene mañana, de las personas que estarán allí, algo que explicar sobre lo que ahora es su vida.
- Me gustaría quedarme más, pero imagino que tú también tienes trabajo aquí.- dice, en cambio, indicando hacia una de las ventanas, hacia la dirección en la que, cree, están los viñedos.
- La verdad es que en esta época el trabajo es poco. Si hubieras venido dos meses más tarde, ni me habrías visto los pelos. Pero ahora estoy, digamos, casi desocupada. –Javiera se acomoda la bufanda y se vuelve a poner el chaleco. Fernando la observa.
- Bueno, ya que tenemos poco tiempo, mejor dejemos para otra vez la visita a las viñas y vamos a probar vino. Ponte tu abrigo. Te va a hacer falta.
En el lavaplatos de la cocina hay un par de copas y una probeta. Sobre la mesa, una mesa de madera con cubierta de mármol blanco, pequeñas botellas llenas de vino se alinean alrededor de un cuaderno de notas.
- Como puedes ver, esta no es una bodega como las que habrás visto.- le dice Javiera, mientras le indica que lo siga a través de la cocina.
- No he visto muchas, la verdad. Pero tienes razón, esto más parece una cocina.- Fernando le sonríe, esperando a que ella haga lo mismo. No lo hace.
- Entiendo. Es una buena forma de describirlo. La parte importante, en todo caso, está aquí abajo. Ten cuidado con la cabeza.
Fernando la sigue. Cruzan la puerta y luego bajan por una pequeña escalera de madera hasta el sótano. El aire de inmediato le corta la piel. El frío es intenso, pero también húmedo.
En el sótano hay dos grandes cubas de acero flanqueadas por siete u ocho barricas. Las paredes están recubiertas de moho, gruesas capas de moho gris. El cielo se encuentra apenas a unos centímetros de su cabeza. Una pequeña ampolleta, colgando de una de las paredes, es la única luz en el lugar.
- Esta es la cocina.- Javiera sonríe.- ¿Quieres probar algo?
Mientras Fernando asiente, frotándose las manos entumecidas, Javiera toma una pipeta y un par de copas. Introduce la pipeta en una de las barricas y llena ambas copas.
- ¿Sólo haces vino blanco?- pregunta Fernando, mientras recibe una de las copas. El vino tiene un color amarillento, turbio.
- Con este clima, es lo único que puedo hacer. No hay uvas tintas que puedan madurar aquí. En todo caso, es bueno. Pruébalo. No es el vino blanco al que estás acostumbrado.
Fernando trata de pensar en ese vino blanco al que, según su hija, él está acostumbrado. Sólo siente frío.
- Huele bien.- dice Fernando, tras acercar su nariz a la copa. Luego, trata de imitar los movimientos que Javiera hace con la copa, la forma en la que la agita y la forma exagerada –así le parece- con la que inhala.
- La uva se llama ribolla gialla. Es una variedad que casi ha desaparecido, aunque si ambos hubiéramos vivido aquí mismo, pero hace doscientos años, esto es lo único que conseguiríamos para beber.
Fernando le da un trago. Es un vino áspero y fuerte. Le llena la boca. Le hubiera gustado que estuviese menos frío.
- Me gusta.- dice- Es áspero, ¿no?- le pregunta, cuidando de no parecer lo suficientemente seguro.
- Sí.
Javiera le da un sorbo y luego lo escupe en una pequeña alcantarilla que pasa justo en medio de las barricas. Lo vuelve a probar y lo vuelve a escupir.
- Va a ser un buen año. Lo sabía desde el principio.- dice, como pensando en voz alta. Sonríe complacida.
Mientras Fernando trata de olvidarse del frío, escucha como Javiera le relata otros detalles del vino. Le explica algunas características de las cubas de acero y de las barricas; también le habla del viñedo, del mar. Se entusiasma relatándole cómo son los veranos sobre ese viñedo, la forma en que las brisas marinas se convierten en pesadas brumas hacia el amanecer, cuando el sol comienza a calentar. Le describe el suelo de piedras. Hace comparaciones entre su viñedo y los que están a algunos kilómetros más hacia el oeste, las laderas que Fernando vio mientras se internaba por el camino. Hace hincapié en lo difícil que es para ella obtener lo que hay en esas barricas. Indica todo el tiempo a esas barricas, como también a algún lugar indeterminado sobre ellas. Asegura que todo eso se refleja en lo que él tiene en la copa. A diferencia de su conversación telefónica, esta vez le parece que Javiera se encuentra serena.
- No puedo beber vino sin comer algo.- le dice Fernando, tras un breve silencio. Javiera tiene un trago de vino en su boca. Esta vez lo traga y asiente. De un estante, escondido tras las cubas de acero, toma un par de botellas. Sus jeans - lo nota ahora - deben ser dos o tres tallas más grande que lo que corresponden a su cuerpo.
- Lo invité para que nos acompañara, pero no podía. Esa bodega para la que trabaja. No lo dejan tranquilo. Quizás en otra oportunidad puedas verlo. No lo vas a reconocer. Está hecho un esqueleto.
-Lo sigues viendo, entonces.- Javiera no responde.
No sabe cuán intensos han sido los golpes ni la magnitud de ellos; tampoco su frecuencia. Es solamente la voz de su hermano al otro lado de la línea telefónica. Su hermano no sabe detalles. Te llamo para contarte que tu hija está en problemas, le dice su hermano. La voz es un susurro. Debe poner atención para entender lo que esa voz le dice. No quiero que me escuche, agrega su hermano, no quiero que sepa que te estoy llamando para acusarlo. Luego carraspea. Se corrige. No quiero que sepa que te estoy llamando.
Fernando está en su dormitorio. Acaba de apagar el televisor.
- Está herida?- le pregunta.
- Han tenido una pelea. Tú ya sabes cómo son las cosas.
No, no lo sabe. O sí, quizás sí lo sepa. Quizás, después de todo, tenía razón. Se ve a sí mismo como el ángel borracho trayendo las malas noticias desde el futuro, mientras todos en ese matrimonio parecen tan felices.
- ¿Crees que quiera hablar conmigo?- le pregunta.
- No, no creo.
Fernando la sigue por la escalera. Juntos recorren la cocina y luego el living. Tras el escritorio, cruzando una puerta diminuta hecha de madera tallada, se encuentra el comedor. Una larga mesa de piedra ocupa casi todo el espacio. Un gran ventanal deja ver la quebrada entre la bruma. A lo lejos, se escucha a Max ladrar. La mesa está puesta. Enfrentándose, hay dos juegos de cubiertos y dos platos. También tres copas de vinos en cada puesto y un plato de metal gris. Las sillas son de madera, toscamente talladas.
- Ponte cómodo.- le dice- No he hecho gran cosa. Una lubina al horno. Déjame calentarla. Mientras tanto, puedes ir sirviendo el vino. Parte por la de 1998. -Le indica el descorchador.
Su hija desaparece por la pequeña puerta de madera. El lugar, a pesar de no tener calefacción visible, es cálido. Se quita el abrigo, mientras observa cómo la bruma cubre la quebrada, una bruma espesa deslizándose pesadamente entre las montañas.
Con dificultad, abre la botella. Sirve la copa de su hija y la de él. Le da un trago. El vino es menos áspero que el que ha probado de las barricas. Trata de imaginar cómo es que lo que bebe -según le ha dicho su hija- se relaciona con el paisaje que tiene en frente, si es que hay algo en esa bruma sobre la quebrada que tenga algo que ver con el color del vino en su copa, con su aroma. Pero no hay nada allí, sólo el recuerdo de Javiera la noche que le siguió a esa foto de la estantería, su miedo al sonido del mar azotándose contra las rocas de la playa, la forma con la que se aferra al cuello de su madre mientras él, parado junto a la cama, apenas despierto, las observa en silencio.
Le da un trago a su copa mientras recuerda cómo su mujer lo invita a sentarse en la cama, cómo le pide que diga algo, algo así –piensa ahora- como que los fantasmas que su hija cree relacionar con el ruido de las olas, la verdad es que no existen. Fernando, en cambio, dice que tiene sueño, que no puede mantenerse de pie. Lo dice simulando el tedio de los adultos, de un adulto que ha sido despertado en medio de sus vacaciones, en medio de la madrugada. Paralizado frente a ellas, las mira acariciarse.
- En un escenario ideal.- anuncia su hija, trayendo una bandeja.- esto debió haber sido cocinado al instante, pero bueno, qué le vamos a hacer.- Deja la bandeja sobre la mesa y se sienta.
- Lubina, por favor, espero que nos disculpes.- dice. Lanza una carcajada que apaga de inmediato. Se concentra al cortar un trozo. Ahora lleva su pelo peinado a un costado. Los labios levemente rojizos.
- Este vino está muy bueno.- dice Fernando. El aroma le parece dulce, aunque también ácido.
- Esa fue la primera cosecha que hice aquí. Fue un buen año, incluso mejor que éste, pero en ese tiempo no sabía lo que hoy sé de este lugar. Y eso que aún no sé muchas cosas.
-Hace cuánto que estás en esto, es decir, hace cuánto que haces este vino en este lugar.- Fernando le da otro trago a su copa. El vino le raspa le lengua, pero aún así siente su sabor llenándole la boca.
- 1998 fue el primer año. Está bueno, ¿no?- Fernando asiente. Corta un pedazo del pescado. Se lo echa a la boca.- La lubina tampoco está mal.
Javiera le da un sorbo a su copa, lo da vueltas en su paladar. Y sonríe. Sonriendo, se sirve un trozo de pescado.
- ¿Te puedo ser honesta?
- Claro, claro que puedes.- Fernando se acomoda en su silla.
- Las parras que ves allí, - apunta hacia sus espaldas, hace el ademán de darse vuelta.- son sobrevivientes. Si es que he hecho algo bueno en este lugar, es haberlas rescatado. Las cuidé.
Sus ojos comienzan a brillar. Hace una pequeña pausa. Esta vez, con su copa en los labios, se da la vuelta y mira al ventanal.
- ¿Sabes cuántos años tienen esos viñedos? Cien años, algunas parras tienen incluso más. Lo que hecho, Fernando, es darles otra oportunidad.. - Dice, sin dejar de mirar al ventanal. Desde que Fernando recuerda, siempre lo ha llamado papá.
A medida que la luz se comienza a apagar, la bruma parece disiparse. El cielo gris, manchado de pequeñas estrellas, aparece entre las nubes.
- ¿Las ves ahora?
- Sí.- dice.- Sí las veo.
- Todo está en ese vino.- Javiera se vuelve a concentrar en su plato. Con el tenedor, separa algunas espinas. Las deja cuidadosamente en el borde y luego ataca un trozo. Se lo echa a la boca y después algo de vino.
- Moriría por un cigarro- dice. Y trata de decir algo más, pero sus pulmones no se lo permiten. Tose fuertemente. Fernando intenta levantarse, pero ella lo detiene, indicándole la bandeja con los restos de pescado. Vuelve a toser.
- Necesito aire.- alcanza a decir, mientras se levanta y abre una de las ventanas. El comedor se impregna de inmediato de humedad; también de frío. Javiera vuelve a sentarse y levanta su copa. Propone un brindis, aunque sólo levanta su copa.
- Quiero que sepas...- dice, bajando la vista. Su voz ha cambiado, ahora casi es inaudible.- que me gusta que hayas venido.
Fernando cree que se dispone a llorar, cree adivinarlo por la forma en la que se cierran sus ojos. Pero ella no lo hace. Fernando choca su copa contra la de ella.
- Me gustaría que fuéramos a dar una vuelta por tu viñedo, sino te importa.- Dice. A través de la ventana, se ven las parras, pequeños y gruesos troncos encaramándose en la ladera, encorvados y negros, huérfanos en ese mundo.
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