Calle abajo, el Guadalquivir. Calvas, sombreros, pañuelos de hilos dorados, pelos rizados y lisos, castaños, negros, rojos, pajizos y rubios, suben y bajan ocupando el asfalto cortejado, a ambos lados, por mesas y sillas flanqueadas por hileras de naranjos. En el suelo, las hojitas de azahar y las cáscaras de pipas de girasol pisadas, elevan olor tostado y dulce al aire que se enrosca en la humedad caliente de un día de primavera. De los grifos de vermú y cerveza de los bares, salen los vasos a las mesas llenas de camisetas de manga corta y manos que vuelcan las bolsas de pipas de girasol sobre las mesas y van y vienen de éstas a la boca y allí las atraviesan y chascan y ese chasquido se une a mil chasquidos más que se mezclan con los trinos pasionales de los pájaros en vuelo de los naranjos a las aguas del río. Calle abajo. Dos niños escarban en la tierra de un árbol, tirados en el suelo. De la multitud viene una cara coloradota de alemán quemado por el sol y la cerveza. Bajo agarrada a la seguridad de su cintura, borracha como voy de zumos de azahar macerados por tantos zapatos. La piel de mi brazo izquierdo dejando una caricia a otro brazo que pasa en dirección contraria. Y otra más, adiós, adiós, y arriba el sol que me ha obligado a ocultar mis ojos tras unas gafas oscuras en el patio de Los Naranjos y luego en la plaza de La Corredera, se mete un poquito bajo una nube y asoman unas gotitas de bochorno que no llegan al suelo. Avanzo. Avanzamos. Y perdemos la intensidad de la calle. Hacia la derecha, luego arriba. Motos de policías, vallas amarillas, gentío asomándose, sobre los balcones, telas rojo sangre. Y entonces los veo venir. Unos capirotes morados que avanzan hacia donde estamos. Delante, un cura ¿o es un monaguillo?, lleva una cruz enorme de color plata. Un escalofrío. Imagino los ojos asomando, la respiración metiendo la tela hacia adentro de una boca sin rostro, el reloj en la muñeca, los zapatos bajo el faldón... Nuevo escalofrío. Ha comenzado a llover, es hora de volver. |