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Inicio / Cuenteros Locales / SusanaSerra / GUARDIA DE UN SÁBADO POR LA NOCHE

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Anoche cuando tomé la Guardia, estaba algo malhumorada; llovía a cántaros y como si eso fuera poco, las ráfagas de viento tan intensas no permitían ver a dónde una se dirigía.

La Dra. Langlais, al darme el parte, hizo que me tranquilizara; prácticamente “Emergencias” estaba vacía, sólo una pequeña anciana que había ingresado deshidratada sorbía a raudales por sus venas frascos y frascos de suero y un adolescente, que se había fracturado tibia y peroné al saltar con la patineta, quedaba en observación.

- Pienso que va a ser un sábado atípico – dijo Emilio, mi residente – Nada de accidentes, nada de cuchilladas, no es una noche que anime a alguien a salir a la calle. A no ser que a algún bebé inoportuno se le ocurra “mostrar su carita” justo a la madrugada y sin aviso.

Yo sentía un gran afecto por Emilio, por su compromiso, el sacrificio que le representó estudiar y su soledad lejos de su familia... le sonreí y le respondí.

- Sí, pero no sería el primer temporal en que a alguno se le ocurriese salir de parranda y se produjesen choques en cadena, caída de puentes, semáforos llevados por delante, etc. etc.

- No sea pesimista doctora “le doy mi palabra de honor, que hoy podremos leer y tomar mate en santa paz”.

Efectivamente, como él lo vaticinara, comenzó a transcurrir nuestra noche del sábado en que sólo se oía el ulular del viento y el ruido de alguna teja del techo que “bailaba” al compás de la lluvia.

Alrededor de las dos de la mañana sonó el teléfono. Aurora, la enfermera de guardia, atendió y me dijo:

- Bueno doctora, se acabó la paz, hubo un accidente en el Camino Cintura, hay varios heridos. Desde la ambulancia nos dicen que son cortes leves, salvo un linyera que quedó atrapado. Están esperando a los bomberos. Tardarán alrededor de media hora o más en llegar, por el temporal.

Desperté a Emilio que dormitaba, e hice llamar por teléfono al anestesista y la instrumentista (por las dudas) aunque pensé que si los casos eran leves, salvo el linyera, Emilio, las dos enfermeras y yo, daríamos abasto.



Las dos ambulancias privadas y la del hospital llegaron alrededor de las tres de la madrugada. De las primeras bajaron tres hombres y cuatro mujeres, efectivamente con cortes leves, entorsis, susto y sobre todo con unas borracheras que mareaban al solo abrir las bocas con sus grititos histéricos.

Las enfermeras y Emilio comenzaron a desinfectar, suturar, vendar e inyectar Tetanoles, mientras de la ambulancia del hospital bajaban corriendo el camillero, el enfermero y el Dr. Echagüe, trayendo un montón de trapos ensangrentados bajo los que sobresalía un rostro hirsuto, desorbitado, del que me pareció un anciano.

Le sacamos como pudimos, cortando y arrancando, los harapos mugrientos que lo cubrían. Todo el quirófano quedó impregnado de un olor pestilente.

Noté en ese momento que Aurora le quitaba algo del cuello, al mismo tiempo que un ruido metálico se oía sobre el piso, pero era tanto lo que tratábamos de hacer para mantener ese leve soplo de vida, que nada nos distraía.

Operamos, suturamos, pero todo estaba despedazado. El hígado prácticamente al aire, las piernas esperaban la llegada del traumatólogo para ser seguramente amputadas, pues habían quedado aprisionadas entre las dos cuatro por cuatro que habían chocado.

El Dr. Echagüe me hizo notar que se nos iba, pero yo insistía, teníamos que salvarlo ¡pobre viejo!, y le grité:

- Doctor, a primera vista se ve que la vida no le ha dado una maldita oportunidad a este pobre viejo... ¡Démosela nosotros!.

- Usted no sabe, Carla – me respondió - es estos casos terribles de abandono, si la vida no les dio una oportunidad, o quizá “ellos” no le dieron una oportunidad a la vida.

Emilio que había terminado con las curaciones se acercó, me hizo un guiño de complicidad que me alentó a seguir y me asistió sin flaquear.

No habían transcurrido más de quince minutos cuando llegó el Dr. Fletcher, observó los miembros tumefactos, con arterias, venas, tendones, deshechos. Tomó la presión femoral, analizo los signos vitales del pobre viejo y me dijo:

- ¡No hay nada que podamos hacer Carla!, se está yendo.




En ese momento notamos asombrados cómo, a pesar de su inconsciencia, el pobre viejo se llevaba la mano al pecho como buscando algo, y luego, a pesar de nuestro intento, expiró.

Aurora musitó al oído de Emilio -¡qué lástima, por mi culpa!.

La miré interrogante -¿cuál fue tu culpa?.

- Nada doctora, es que yo le saqué algo mugriento que le colgaba del cuello y se ve que él lo buscó, o quizá no, tal vez fue una coincidencia.

-¿Qué era?- le pregunté mientras ella lo iba tapando para llevarlo a la morgue.

- A ver, ya le digo -. Fue hasta la bandeja y enarboló un piolín grasiento, en el que se hallaba enhebrado un clavo doblado, todo oxidado.

Echagüe sonrió diciendo – Parece que el pobre viejo estaba tan loco que se le daba por los fierros, fíjese usted, todo el piso está sembrado de clavos que se cayeron cuando le sacamos los harapos.



Calculamos la edad para hacer el informe. No, no era tan viejo, quizá setenta años, no más. Pero era tal su decrepitud, su delgadez, su estado total de abandono, su deterioro, que parecía que toda la vida, de todos los siglos, había pasado por ese cuerpo.

Miré a Emilio que estaba pensativo observándole detenidamente las manos, o lo que quedaba de ellas.

Lo interrogué con la mirada y me dijo:

- No sé quién tendrá razón doctora, si el Dr. Echagûe o usted, pero así sea porque “él trató mal a la vida” o “la vida no le dio oportunidades a él”, este viejo era un hombre culto.

Echagüe, elitista, pedante, creído de sí mismo, replicó:

- “De tal palo, tal astilla”, ¡por favor, doctor!, No se mimetice con la Jefe de Guardia. Era un croto, un donnadie, un borrachín, o un jugador, o qué sé yo, que no se preocupó por vivir y así terminó y punto: ¡habrase visto! ¡culto!.

No escuché a ese estúpido, como hacía la mayoría de las veces que me tocaba trabajar con él, y le pregunté a Emilio qué había notado.

- El callo interno del dedo mayor y los callos en las yemas de la mano izquierda doctora; este hombre ha escrito mucho y también tocaba la guitarra.

El doctor Fletcher que había permanecido en silencio replicó:

- Doctores, ustedes saben que debemos hacer todo lo posible por salvar la vida a los enfermos, asistirlos, ayudarlos, pero no podemos involucrarnos con ellos, eso no nos permitiría seguir luchando. Piensen esto: Era un pobre croto, terminó y llegará otra ambulancia con otro croto, con otro niño, con otra madre e intervendremos para que la vida pueda continuar para ellos, ¡la vida continúa, doctores!...

Nos miramos y nos callamos, el camillero se llevó a nuestro NN a la morgue, ya la policía haría al día siguiente las pericias, las averiguaciones, etc.





Eran las cinco y media de la mañana cuando pudimos sentarnos un rato con Emilio y Aurora. Ya se habían ido Fletcher y Echagüe “la vida continuaba”, pero yo tenía algo que no podía sacarme de la cabeza, algo que acudía desde el pasado pero que no podía encasillarlo témporo-espacialmente en mi cerebro, el recuerdo de otros clavos, pero, ¿cuáles?.



A las seis salimos, cada cual para su lado. El temporal había desaparecido como por arte de magia, estaba amaneciendo. Yo estaba sin auto y quise caminar por Asamblea hacia Parque Chacabuco.

El clavo, el clavo, ¿quién me había relatado una historia de clavos?.

Me senté en un banco del parque, y cuando de la torre de la Medalla Milagrosa comenzó el llamado para la primera misa del domingo, pareció como que un velo se corrió en mi subconsciente y vino a mi memoria la imagen de la doctora Meyer, mi profesora de traumatología de hacía ya más de veinte años.

Ir conversando con ella por la calle, pasar junto a una obra en construcción o aún por los jardines del viejo hospital, no dejaba de llamar la atención del que no la conocía. Por lo menos una o dos veces durante la caminata, se agachaba y recogía algo del piso y se lo ponía en el bolsillo.





Un año o dos después, hice mi residencia con ella y observé que su costumbre no había variado. No pude con mi curiosidad y un día le pregunté:

- Doctora, hace tres años que la conozco y siempre noto que usted recoge algo del piso al caminar, ¡qué extraño!.

La Doctora Meyer, una hermosa mujer de alrededor de cuarenta y cinco años, sonrió, metió la mano en su bolsillo y me mostró lo que recién había recogido.

No pude más de mi asombro al ver que era un simple clavo. Viejo, oxidado, pero clavo al fin.

Luego, sonriendo, me llevó a su escritorio y ¿cuál no sería mi sorpresa? al ver que dentro de los cajones había frascos, cajas, tarros, repletos de clavos de todo tamaño.

Me imagino Carla - me respondió sonriente - que para usted todo esto no tendrá ni pie ni cabeza, como tampoco la tienen para mi marido y mis hijos a los que tengo medio locos al ver tantos clavos coleccionados por toda la casa, pero como sé que a usted le gusta escribir historias, le voy a contar la mía.

- Hace alrededor de veinticinco años, recién recibida, fui becada por la Universidad de San Pablo para realizar mi internado en el policlínico de Guarintinguetá. Allí conocí a Paulo, un practicante bohemio, poeta, músico, algo guerrillero, imbuido en toda la vorágine de los 60, comprometido con los pobres de las fabelas o con cualquier desprotegido.

Era maravilloso, tierno, soñador y yo, aún atada a las faldas de mis padres y de mi abuela, me obnubilé con su alegría y ¿por qué no? con lo que yo creía su irresponsabilidad.

Él me hizo mujer y fui extremadamente feliz a su lado, pero allá en lo profundo ambos sabíamos que no éramos el uno para el otro, jamás yo podría tener a su lado esa vida placentera y sin sobresaltos, familiera, a la que aspiraba y para la que “en casa” me habían formado.

Un día, caminado por la playa, se agachó, levantó un clavo doblado de la arena, lo apretó muy fuerte con sus manos y me lo dio diciéndome: - Este clavo representa nuestro amor, estés donde estés, cada vez que encuentres un clavo, acordate de mí.

Vivimos un año inolvidable, terminé mi beca, volví a Buenos Aires y al tiempo conocí al que ahora es mi esposo, tuvimos nuestros dos hijos y soy feliz. Nunca más supe de él, jamás me escribió y jamás le escribí; pero siempre siento esa nostalgia de mi juventud cuando veo un clavo y no lo puedo dejar tirado, al igual que no puedo quitarme éste -, me dijo abriéndose la bata, donde vi sobre su pecho un clavo doblado, colgando.






Por no sé qué extraña razón nunca escribí esa historia y ésta se fue hundiendo paso a paso en mi subconsciente. Nunca supe nada más de la doctora Meyer, pues creo que se estableció en el exterior. Y su historia hubiese seguido allí “en el cajón de mis recuerdos” si mi “pobre viejo NN” esta madrugada, no la hubiese hecho aflorar.



Ya el sol está alto, es hora de irme a dormir.




Texto agregado el 02-05-2006, y leído por 149 visitantes. (1 voto)


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