Tras la pared
-¡Contéstame!- exclamó escandalosamente, ya casi sin voz.
Pero la mocosa siguió chillando. Y la mujer, al ver que no conseguía nada, enfurecida entró a la casa, cerró la puerta con fuerza, y dejó a la chiquilla sola en medio del patio vacío.
Los chillidos continuaron por algunos minutos, hasta que la sombra que reflejaba su propio cuerpo sobre la tierra, la distrajo y la tranquilizó.
Miró a su alrededor con los ojos pegados de tanto llorar. Gimió suavemente, como llamando otra vez al llanto, pero sus ojos grises se quedaron pasmados, ingrávidos sobre una cocina blanca, desarmada, apostada en la pared del fondo, que junto a otros cachivaches, hacía de escalera dando hacia la casa adjunta. Era una casa más pequeña que la suya, pero de más colores. Tenían un perro, obediente, al que todos celebraban, era negro, no, parece que café. De cuando en cuando oía voces y risas de niños como de su edad. Alguna vez cree haberlos visto, cuando casualmente los encontraba en el negocio de la esquina. Uno era rubio, delgado y muy alto; el otro era gordo, pecoso y tenías las rodillas lastimadas. Pero ellos nunca la miraban, y ella los veía pasar con las manos llenas de dulces, mientras esperaba a su madre que intentaba convencer al vendedor que le bajara el precio de su compra. Y al final, se iban sin nada. Y desde lejos veía a los muchachos echar carreras para ver quien llegaba primero a casa.
Se restregó los ojos lagañosos. Alguna vez ella tuvo una hermana mayor. Sí, tenía el cabello liso y largo- como ella- y los ojos oscuros. Ya no recordaba hace cuanto tiempo que se había marchado. Tampoco sabía como había sido. En la casa no se hablaba del tema, salvo cuando su madre se alteraba, y la sacaba a colación para hacer comparaciones.
Las risas aparecieron de pronto. Se quedó expectante, y abrió bien los ojos, como si haciéndolo le ayudara a escuchar. Pero las risas cesaron, y entristeció.
Un día- que estaba nublado y un montón de volantines adornaban el cielo- a su hermana se le había ocurrido juntar los cachureos del patio, montándolos uno tras otro, hasta formar una gran torre que le permitiría ver más allá de la pared. Y se entretenía subiéndola una y otra vez. Claro que a ella no la dejaba subir, que era muy chica, y que mejor se quedara callada, que si la mamá sabía les iba a pegar a las dos. Por eso nunca se atrevió siquiera a acercarse a la escalera. Hasta aquella mañana en que las risas de niños no la dejaron seguir durmiendo: eran escandalosas, alegres y crecían ostentosamente, formando una gran masa de carcajadas confusas. Su hermana ya no estaba, no recordaba hace cuanto tiempo había desaparecido. Se levantó suavemente de la cama para no hacer ruido y salió del cuarto. En la habitación contigua dormía su madre, la miró: estaba semidesnuda sobre la cama desarmada, y en el suelo, a sus pies reposaba inerte una caja maloliente a medio aplastar. Buscó con la mirada algo más, pero no lo encontró. Su madre estaba sola.
Con mucho cuidado bajó la escalera, paso a paso, iluminada solamente por el brillo del sol que nacía, y entraba escasamente por las aberturas de las ventanas. Llegando abajo, echó el último vistazo hacia arriba: el silencio continuaba. Abrió la puerta de la cocina que daba al patio, y se produjo un sonido seco, concentrado; asustada decidió dejarla semiabierta para no volver a hacer ruido.
Se miró los pies, había olvidado colocarse los zapatos, pero ya era tarde para regresar. Siguió adelante, haciendo caso omiso de las piedrecillas que clavaban sus pies.
Allí estaba: la cocina vieja, la silla de mimbre sin patas, el canasto roto y las tablas largas. Se acercó y alzó la vista. Deseó ser más grande y no tener tanto miedo. Ante sus ojos ingenuos los cachivaches formaban cual monstruo sin forma. Sus pupilas se dilataron, y levantó sus manos pequeñas, buscando de donde afirmarse con fuerza para escalar. Una parte del canasto le sirvió de apoyo. Subió un pie buscando donde sostenerlo; en seguida los hizo con el otro. Miró hacia arriba: aún faltaban más de cuatro pasos para llegar a la cima. Volvió a subir el pie, no encontró soporte y se asustó. Respiró profundamente y siguió avanzando. Le faltaba sólo un paso más. Apoyó la rodilla en el espacio que dejaba la intersección de la silla y una tabla, e intentó subir la otra, pero la tarea la complicó más de lo que imaginó. Hizo nuevamente el esfuerzo, pero no fue capaz, faltaba tan poco...
-¡Bájate de ahí!- gritó repentinamente su madre.
Sus oídos se adormecieron y aunque tambaleó en la escalera, logró sostenerse.
-¡Bájate chiquilla de mierda!- volvió a exclamar.
La chiquilla volteó. La mujer estaba de pie, con las greñas despeinadas, envuelta en una bata rosa, tenía los ojos dormidos y el rostro deslavado.
La muchacha asustada, se bajó tan deprisa que ni siquiera supo como lo hizo.
-¿Qué estabas haciendo?- le preguntó su madre zamarreándola- contéstame cabra de mierda...
Con la cabeza inclinada hacia el suelo, y los ojos cerrados la niña rompió en llanto.
-¡Contéstame!- exclamó escandalosamente, ya casi sin voz.
Pero la muchacha no contestó.
Ya había pasado una rato, su madre se había marchado enojada, pero desde afuera la oía gemir. Sus alaridos la lastimaban. Tapó sus oídos para no escucharla más, pero era imposible, desde lejos el llanto desgarrado de su madre la golpeaba, aún sin tocarla. La chiquilla, desesperada, se puso a tararear una canción, una melodía inexistente, deforme, para no oír el llanto de su madre, o más bien para olvidarlo. Y mientras lo intentaba, la cocinilla vieja, al fondo, parecía llamarla, atraerla con su amarillo, que alguna vez, a lo mejor en los tiempos en que su madre no lloraba, fue blanco.
No recordaba cuanto tiempo había pasado sin ver a su hermana. Y después de todo tenía razón. Nunca durante todo el tiempo que estuvo con ella escaló la pandereta, y ésta: la primera vez que lo hacía, su madre se enojaba tanto que rompía en llanto. Pensó que quizás por eso desapareció algún día, tal vez su madre la vio escalar y la regañó tanto que ya no aguantó. O a lo mejor, si tuvo más suerte, logró saltar hasta el otro lado y ya no volvió jamás.
Sonrió sin ganas.
A lo mejor ahora vivía con el niño rubio y el gordo. Y era ella quien reía tan fuerte cada mañana, como invitándola a cruzar la pandereta, a irse con ella... Pero no, no podría irse. Ahí sí que su madre se moriría, y ya no dejaría de llorar jamás. Tal vez moriría de pena, y traería a vivir con ella a ese hombre negro que no le gustaba, que le daba vino hasta que a ambos los vencía el sueño, y se dormían desarmados sobre la cama, roncando y con la puerta abierta. No, no podía abandonarla. Primero había sido su hermana, que desapareció tan rápido, sin verla, sin ella darse cuenta, como con magia; y después su padre, que se marchó poco después con unos hombres altos que lo vinieron a buscar. Y su madre que lloraba, que culpaba a su hermana, que era una mosca muerta, una desgraciada y no sé que cosas más...
Al parecer el llanto había cesado. La niña quitó sus manos de los oídos y descansó. La cocina, la silla, el canasto... tal vez estuviera allí, tras esa pandereta grande que las dividía. ¿Y si la viera?, ¿y si ahora viviera allí?, ¿y si no se acordaba quien era?, que tenía una hermana y una madre que lloraba por ella todo el día. Si la viera, la llamaría, aunque no recordaba bien como se llamaba. Oye.-le diría- Hermana.- Y después, seguro que después, al observar sus ojos oscuros se acordaría de su nombre.
Estaba haciendo más calor. Y los pájaros gritaban estruendosamente en el cielo. Alzó la vista, agostada, y sintió la opresión en su pecho. El llanto de su madre se había esfumado por completo. Seguramente- y como siempre- se había quedado dormida, tendida en la cama, con el rostro mojado de lágrimas, que después se le pegaban a la cara y la volvían pegajosa.
Le pareció escuchar las risas otra vez. Si su madre dormía y su hermana ya no estaba, no había nada que le impidiera volver a intentarlo. Tenía tiempo hasta que su madre volviera a abrir los ojos. Se puso de pie. Un astilla la clavó, pero no le dio importancia y corriendo se dirigió hasta el fondo. Ya no tuvo el cuidado de la primera vez. Ansiosa, levantó los pies del suelo, y los hizo avanzar rápidamente y sin titubear sobre los cachureos atestados en la pared. Faltaba poco. Veía el techo, las ventanas de la casa vecina, y con cierta dificultad alcanzaba a oír los ladridos del perro que la saludaba. Tenía las mejillas prendidas y su pequeña nariz estaba mojada en sudor. Levantó en un último movimiento sus pies descalzos y alzó su tronco hasta que sus manos quedaran firmes en la parte alta de la pared, y sus ojos atisbaran completamente el cuerpo de aquella casa multicolor.
El perro era negro; la casa más pequeña que la suya, definitivamente, pero con más espacio: había una piscina de riñón, un columpio y un montón de cachivaches, como los que habían en su casa, pero más ordenados.
Sus ojos se abrieron desmedidos.
La puerta que daba al patio se abría. El chiquillo rubio avanzaba hasta a ella, pero sin verla. No se veía tan alto desde ese lugar. Siguió caminando. Tomó unos juguetes que flotaban en la piscina y se marchó. Quiso hablarle, preguntarle por su hermana, por el niño gordo, que por qué no la miraba, pero se sintió incómoda, nerviosa y fue incapaz de abrir la boca. Pero inexplicablemente el niño regresó: lo vio acercarse lentamente, con el pelo rubio rubio, como tesoro de piratas. Se acercó más, la miró, alcanzó otro juguete que estaba en el suelo; levantó la vista y volvió a mirarla. Ella titubeó y en voz muy baja le preguntó por su hermana, pero él no respondió., siguió caminando y entró rápidamente a su casa. La niña suspiro desalentada. Tal vez no la oyó, o sus padres le tenían prohibido acercarse a ella para mantener guardado el secreto...
No sabe cuanto tiempo pasó inclinada en los cachivaches mirando la casa. Pero se cansó pronto y ya quiso bajar. Pensó que tal vez su hermana no quería verla, y por eso no salía, o tal vez, ni siquiera estaba allí, a lo mejor huyó por esa pandereta y se fue muy lejos, tan lejos donde nadie la encontrara. Además no parecía tan divertido como imaginó. Lo único interesante era la piscina, pero no estaba lo suficientemente cerca de ella como para tocarla.
Echó el último vistazo a la casa multicolor: nada especial, salvo por la aparición repentina de una mujer tras la ventana. La niña saltó. La mujer tenía los ojos grandes, sobresalientes y su rostro oscuro y su mirada oscura la atemorizaron. Decidida a huir bajó la vista, y ante el intento de escapar cayó dramáticamente al suelo.
Estuvo largo rato tendida en el piso, boca arriba mirando el sol. Y por más que chilló y chilló, su llanto no surtió el efecto que esperaba. Enojada, inquieta y todavía un poco mareada, se puso de pie y se dirigió hasta su casa. Entró rápidamente y subió por la escalera. Su madre seguía durmiendo, y la caja de vino continuaba a los pies de la cama.
-¡Mamá!- gritó la niña.-¡Mamá!
Se acercó, aún sin dejar de sollozar, haciendo a un lado con los pies la basura que permanecía hace días en el suelo. Miró detenidamente a su madre, y le tocó la cara, que continuaba pegajosa e intranquila.
-¡Contéstame!- exclamó escandalosamente, ya casi sin voz.
Pero la mujer, tendida en la cama, ya no despertó.
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