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El Toro y El Laucha

Era una de las tantas oportunidades en que mi auto se declaró en huelga contra el maltrato que le doy día tras día, y, como de costumbre, yo no había tenido más remedio que dejarlo con el mecánico para que lo hiciera entrar en razón, cuando la noche me sorprendió terminando excepcionalmente temprano mi trabajo en Prensa Libre, un semanario de Victoria, Entre Ríos, donde durante algún tiempo hice las veces de periodista, editorialista, corrector, diagramador, repartidor, casi canillita, y lo que hiciera falta, incluso escribir el horóscopo, el que, a diferencia de lo que se pueda pensar si se tiene en cuenta que era absolutamente falso, tenía un éxito singular, al punto tuvo varios seguidores hasta que se enteraron que yo lo inventaba. Tan temprano era, que no tenía ganas de volver a mi casa. La solución al dilema fue dar una vuelta por el centro, con el fin de ver si podía encontrar a alguien, nadie en particular, quizás a alguien que más tarde me llevara hasta las afueras del pueblo, donde entonces vivía.
Sin dudas, el lugar apropiado para tropezar con quien quisiera encontrar a esa hora (y con quien no quisiera también, aunque era un riesgo que debía correr) era alguna de los bares de plaza San Martín, que con sus enormes ventanales hacia el parque permiten a todo el mundo exhibirse durante el fin de semana, y de paso espiar a ver quién pasa en el auto de quién, de la mano con quién, hablando con quién, haciendo qué, y todas las cosas que la gente se fija en los demás cuando considera que es importante ver en los otros lo que siempre se quiere ocultar en uno mismo. Gracias a esas maravillosas casualidades que prepara el destino, vi a Ricardo A. y Miguel O. compartían un whisky que no miré con desgano, mucho menos cuando me invitaron a entrar. La conversación, cortada de tragos y risas, giró en torno a anécdotas y opiniones de todo tipo, tamaño, y color, pero especialmente una de las anécdotas fue de características extraordinarias. Tal vez fue el alcohol lo que soltó la lengua de Ricardo. No es que necesite beber para soltarla, mucho menos que hubiera bebido más de lo recomendable, pero cierto es que en esa oportunidad estuvo más verborrágico que de costumbre. En mi pobre estilo literario trataré de dar apenas una idea de la riqueza implícita en la historia de un tal El Laucha, y la aventura que vivió cuando se enfrentó con un tal El Toro.
El Laucha, como su nombre lo indica, era un hombre pequeño, delgado, de esos que cuando sopla una brisa suave dan la sensación de que se van a convertir en barrilete, pero además de eso era agente de policía.
El Toro, como su nombre lo indica, era un hombre fornido, corpulento, de esos que cada paso que dan parece hacer temblar el pavimento, pero además era un matón de esos que aterrorizan incluso a la policía.
El terror que le tenía la policía no es una simple metáfora. No. Tiene razones muy fundadas, ya que precisamente en los tiempos en que transcurre la historia que pretendo relatarles, la policía había hecho varios intentos de llevar a El Toro a la jefatura, y en cada caso los agentes del orden habían vuelto no sólo con las manos vacías, sino que el que menos tenía marcados en la cara los nudillos de El Toro, según dicen quienes dicen saber, del tamaño de una nuez cada uno.
Tras cuatro o cinco intentos, los hombres de azul habían asumido íntimamente el fracaso, problema que ponía fuera de sí al jefe de la repartición, así que para darle solución decidió reunir a toda la tropa en el patio de armas de la jefatura, y con un discurso que pretendía infundirles valor, pidió voluntarios para un nuevo intento.
La respuesta de la tropa fue un conmovedor minuto de silencio en homenaje a su valor, que evidentemente había muerto. Pero como el mundo está lleno de sorpresas increíbles, milagros cotidianos, y fenómenos inexplicables, y «que las hay las hay», nada más ni nada menos que El Laucha se ofreció como voluntario, ante de la mirada sorprendida y satírica de todos los hombres de azul, incluso la del jefe.
– No Laucha, estoy hablando es serio. –dijo el jefe en tono paternal.
– De veras Comisario. Yo se lo traigo al maula ese.
– No Laucha.
– Mire Comisario, yo sé que no le parezco gran cosa, pero se lo puedo traer.
– No Laucha, y es la última palabra.
Después de un par de intentos más, en los que el estado de los agentes que volvía de la comisión –cada vez en mayor cantidad y voluntad menos voluntaria–, era más que catastrófico, debajo de una lustrosa gorra azúl comenzó a tomar forma y seriedad el voluntarioso ofrecimiento de El Laucha, de forma tal que ante el reclamo de nuestro héroe por tener su oportunidad, el jefe accedió a dársela.
Fue así que un domingo por la mañana, cerca ya del mediodía, El Laucha golpeó sus manos en la tranquera del rancho de El Toro, allá por el Quinto Cuartel, y salió a atenderlo la mujer de El Toro, una buena mujer, sumisa, temerosa, y de buena cocina según sugería su volumen.
– Buen día señora. –dijo El Laucha sonriendo amablemente en su impecable uniforme azul de oficinista– ¿Está su marido?
La mujer, pasmada, fue dócilmente a buscar a El Toro, quien salió –ya advertido que lo reclamaba la policía– con actitud de enfrentar un malón.
– ¡A ver, milico...! –dijo El Toro hecho una furia, mientras cruzaba la tranquera para levantar a El Laucha de la solapa, tomándolo con una sola mano, del tamaño del pecho de nuestro héroe, al que ahora los pies le colgaban como si fueran el péndulo de un reloj.
– Andá y decile a los tuyos que... –y se detuvo mirando a El Laucha con cara de sorpresa cuando tomó conciencia del tamaño de su oponente. Miró hacia los lados buscando al resto de la fuerza policial y sólo vio el habitual rancherío disperso, los mismos gurises jugando a la bolilla, los perros de siempre, seguramente algún cuis, y descubrió que ni los paraísos ni los aguaribays, que para él simplemente eran árboles, escondían sombras uniformadas...
– Decime... –dijo El Toro con la suave seguridad del lobo cuando sabe que cenará a Caperucita esa noche– ¿No quedan hombres entre los milicos, que te mandan a vos a agarrarme?
– No, mire Don –dijo El Laucha, hecho un temblor–, es que el jefe me pidió que le dijera que quería hablar con usted.
– ¡Entonces que venga él! –rugió El Toro.
– ¿Sabe qué pasa Don? –musitó la vocecita de El Laucha como un alma que le explica a Dios el día del Juicio que en realidad no quiso cometer ése pecado– No lo tome a mal, pero a mí me mandan a hablarle. Yo no tengo la culpa, Don.
– Andá y decile a tu jefe que digo yo... –dijo El Toro bajando a El Laucha, pero sin cambiar el tono amenazante de su voz– que si quiere verme, que venga él pa’cá.
– Mire Don, no se enoje conmigo, pero si usted no va, el jefe me va a suspender y yo tengo que darle de comer a mis hijos.
– ¡Qué hijos ni qué tanto!
– Don, pero el jefe quiere hablar no más con usted.
– ¿Y te manda a vos, gil, pa’ que me llevés?
– Son cosas del jefe, Don. Y si usted no va me pone en un apuro.
– Bueh. Decile a tu jefe que digo yo que a lo mejor mañana voy.
– Mire, Don, tendría que ser hoy. Si no, después el jefe se la agarra conmigo y yo tengo que llevarle el pan a mis hijos. Si usted puede hacerme el favor de ir esta tarde en algún momento...
– ¡Ma’ qué esta tarde...!
– Sabe qué pasa Don, es que me pone en un compromiso, y después a mí me suspenden, y no cobró en no sé cuanto tiempo, y encima, con la miseria que cobramos...
– Ese no es problema mío.
– Es que... ¿Cómo les digo a mis hijos que no van a tener qué comer porque su padre no pudo llevar a alguien a hablar con el jefe? -y dicho esto, la sombra de una lágrima brilló en los ojos de El Laucha, ya enrojecidos a causa del temor y la impotencia.
– Bueh. Está bien, –dijo El Toro en un ataque de compasión– andá y decile que a la nochecita me voy a dar una vuelta. ¡Pero solamente pa’ que tu jefe no se la agarre con vos!
– ¡Gracias Don, muchas gracias! –exclamó El Laucha– Pero... mejor lo espero aquí –agregó.
– ¿¡Qué me vas a esperar!? –bramó El Toro– ¡Andá te digo!.
– ¿No se enoja, Don? Es que si vuelvo sin usted, el jefe no me va a creer que le dije, y me va a suspender –y la lágrima brilló otra vez, pero ahora en el otro ojo de El Laucha.
– Bueh. Pero ni sueñes, milico, que me voy a mover de mi casa sin comer.
– Pero no, Don. Coma tranquilo, yo lo espero todo el tiempo que haga falta.
Y así fue que El Toro entró en su casa, comió el puchero que le había preparado su mujer, tomándose todo el tiempo del mundo, mientras El Laucha esperaba paciente y abnegadamente en la tranquera del rancho, al tiempo que el sol brillaba en el cielo de las doce y en la insignia del uniforme de El Laucha.
Cuando El Toro estaba terminando de comer, vio por la puerta que El Laucha seguía ahí, y que miraba hacia adentro como implorando por un hueso, así que le ordenó a su esposa que le diera algo de comer “pa’ ver si engorda un poco el flacucho ese”. En el fondo, El Toro parecía lamentar que El Laucha no fuera rival como para pegarle.
Una vez que terminó de comer, El Toro salió a la tranquera.
– ¿Todavía estás ahí vos, milico?
– Y si Don, le dije que lo espero.
– Mirá que ahora me voy a dormir la siesta, así que andate por ahí y volvé más tarde.
– No, Don. Duerma tranquilo, que yo lo espero.
El Toro, un tanto extrañado por la actitud de este hombre de la ley (su trato habitual con los agentes del orden era simplemente dos o tres golpes y salían corriendo), se recostó en su cama, pero lejos de dormir, estuvo mirando al techo de paja un buen rato. Se levantó, miró por la puerta y vio que El Laucha estaba todavía parado en la tranquera. Volvió a su cama, miró otro rato al techo, se volvió a levantar, ojeó nuevamente a El Laucha, y así un par de veces más, hasta que decidió salir, resignado por la falta de sueño, e incapaz de reconocer que un flacucho insignificante pudiera ponerlo nervioso, por muy policía que fuese.
Se lavó con lentitud, se cambió de ropas, salió del rancho y cruzó la tranquera caminando como hacia la plaza del Quinto, seguido fielmente por El Laucha, tres pasos atrás.
Se dio vuelta y le gritó, despeinándolo con el aliento...
– ¿Y áhura? ¿Quién te dio permiso pa’ seguirme? Ya te dije que voy a ir, pero cuando yo quiera.
– No se enoje Don, pero me quedo con usted hasta que lo acompañe a hablar con el jefe.
El Toro bufó, se dio vuelta, caminó los metros que le faltaban y entró al boliche de la esquina de la plaza. Apenas unos segundos después cruzó la puerta El Laucha, ante la mirada de asombro de los pocos parroquianos del lugar, que raramente era visitado por un policía, salvo de a diez en una razzia.
Finalmente, El Toro compendió que tenía dos opciones. O mataba a El Laucha, o iba a hablar con el jefe, y tal vez porque tenía en claro que matar a El Laucha, un policía de menos de cincuenta kilos, iba a hacer que le perdieran el respeto, porque una cosa es pegarle a alguien que constituye una amenaza, y otra a un enclenque alfeñique, se decidió por la segunda.
– A ver, vos, milico. –dijo en cuanto salió el boliche– Está bien. Voy a ir a hablar con tu jefe –y salió como en dirección al centro de la ciudad.
– Lo acompaño Don. –dijo El Laucha y se puso al lado de El Toro.
– ¡Qué acompañar ni ocho cuartos! Si voy a hablar con tu jefe es porque yo quiero. ¡No porque me llevés vos! ¿Entendiste milico?
El Laucha entendió, y se quedó, dejando que El Toro se alejara unas cinco cuadras. A la entrada del pueblo estaba a tres cuadras, cerca del centro a una, al llegar a la plaza a veinte metros, y cuando El Toro puso un pie en la jefatura, El Laucha llegó desde atrás, corriendo a toda la velocidad que el aire le permitía, y como si fuera una especie de maestro ninja criollo que concentrara toda la energía del universo en la punta de su borceguí, pateó entre los glúteos de El Toro, tirándolo boca abajo en la guardia de la jefatura. Y cuentan que mientras una veintena de milicos se lanzaban sobre El Toro para retenerlo en el suelo, El Laucha gritaba con toda su voz de flauta “¡¿Y éste era el maula que no podían traer?! ¡Manga de flojos!”.
Obviamente, si bien El Toro pasó un tiempo en cana, no estuvo toda la vida a la sombra. Cuando salió, montó guardia frente a la jefatura durante varios meses, a la espera que El Laucha saliera, cosa que éste, consciente del peligro, jamás se animó a hacer.
Finalmente todo volvió a la normalidad. El Toro dejó del asunto, y El Laucha nunca más pisó el Quinto Cuartel, por lo menos hasta que El Toro apareció muerto en un zanjón, de un escopetazo en la cabeza. Pero con esta historia, nuestro héroe se ganó el respeto de sus pares azulados.
Volviendo a la noche victoriense, al final del relato de Ricardo, Miguel pagó generosamente los whiskys, y, como mi casa le quedaba de paso, me ahorró la suela que gastaría en la caminata.

Texto agregado el 16-12-2003, y leído por 924 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
21-02-2008 Me encantó esta historia magníficamente relatada. llena de picardía, ingenio y pureza. Triunfa la justicia y la inteligencia por encima de la "fuerza bruta". 5* Susana compromiso
26-06-2005 Me recordó a "cuentos de correntinos". Muy buen estilo. Mis **** entrador
15-01-2004 Estos relatos hacen la literatura del interior de nuestro pais, y asi debe ser. Nuestra gente es asi, y en nuestros pueblos se sigue viviendo de esta manera (espero que para siempre...). Un abrazo. Te recomiendo que leas a Juan Filloy...es de esta estirpe (un gran maestro) CalideJacobacci
30-12-2003 Un relato digno de Payró!. Con ese fino humor de las historias costumbristas. El hilo está muy bien tensado, y el perfil de los personajes es rico. Me gusta esa casi morosidad que le imprime, un clima de siesta, apenas pasada las 5. Es, creo el comienzo de una saga. Gracias por compartirlo hache
 
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