Una música lenta me acompaña esta noche larga, más larga que cualquier otra que jamás haya existido. Música con ritmos metálicos que hipnotizan mis sentidos hasta hacerme olvidar mi aislamiento, mi encierro.
Me dejo sentir el aire que entra por la ventana y me hace temblar al contacto con mi piel tibia. El aire que mueve las cortinas es el mismo que hay fuera, en el exterior, el mismo que ahora acaricia mi brazo, sin yo poder verlo, y me eriza la piel. Cierro los ojos y me concentro en esa sensación provocada por el aire, en la música, casi monótona, con voces femeninas susurrando sentimientos… sensaciones… Entonces mi mente retuerce imágenes que me bombardean con violenta vulgaridad, y me alejo desde mi sillón de la superficie de este mundo.
Persigo ese aire que entra por la ventana con movimientos lentos, suaves, delicados. Derramo una lágrima de placer por cada suspiro que me arranca esa caricia en el brazo, esa única caricia que recibe mi cuerpo, esa única compañía esta noche, más larga que cualquier otra que jamás haya existido.
Entonces, toda la soledad del mundo viene a hacerme compañía. Toda la soledad del mundo me viene con las voces, con la suave corriente de aire que entra por la ventana y que me acaricia con dulzura, casi con lástima.
Esta noche larga, más larga que cualquier otra que jamás haya existido, te amo como nunca, te quiero ir a buscar en esa misma ráfaga de aire, hacerte llegar mis suspiros, mis manos a tu espalda, pero no puedo llegar a tí… Mi cuerpo me retiene en el sillón, y esa corriente de aire se va, se marcha sin decirme nada, llevándose de golpe la música, mis caricias…
Lloro y me retuerzo en el sillón sintiéndome acorralada por imágenes macabras de soledad y derrotas. No puedo respirar.
Me rindo aquí, junto a la ventana, en la noche más larga del mundo, viendo el aire mover las hojas de los árboles, oyendo susurros callejeros acompasados con caricias tibias, caricias siempre ajenas…
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