LA AGUJA VIAJERA
Miguel, quien fuera durante muchos mi compañero de pupitre y mi mejor amigo, me contó una mañana, camino a la escuela, que cuando su padre era todavía un bebé, un día que andaba gateando por el pasillo de casa se clavó una aguja de coser en el muslo, a escasos centímetros de la rodilla. No le oyeron llorar, pero, puesto que se frotaba insistentemente en aquella zona con un gesto de dolor, su madre se le acercó y descubrió una minúscula incisión de la que ni siquiera brotaba sangre. No se alarmaron, aunque le llevaron sin demora al hospital, por si acaso. En la radiografía que le hicieron, podía apreciarse con toda nitidez la diminuta pieza de acero aproximándose a la ingle. Los médicos, que descartaron de inmediato una intervención por el riesgo que comportaba, expresaron su confianza de que la aguja no llegaría a introducirse en alguna de las venas que conducen al corazón, o a algún otro órgano vital. Desde aquel día vagó a su antojo.
Siempre que me invitaban a ir a jugar a casa de Miguel, no dejaba de observar a su padre por el rabillo del ojo. Aquel hombre de rostro atormentado, jamás sonreía y se pasaba casi todo el rato sentado en su butaca, como absorto. Mientras, cada cierto tiempo se palpaba minuciosamente el cuerpo, siguiendo un orden estricto: empezaba por los pies y luego iba ascendiendo; de tanto en tanto se detenía, presionaba sobre la piel con el dedo pulgar y después proseguía hasta finalizar el recorrido en la garganta. Sólo entonces parecía esbozar una sonrisa, que al poco rato se desvanecía.
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